Capítulo 2: ¿Y ahora?

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Por más que intento comportarme normalmente no lo logro. Ana chasquea sus dedos frente a mis ojos como queriendo sacarme de un trance y lo logra pero como en un cincuenta por ciento.

En estos casi quince años de vida he visto chicos lindos, que me han gustado y mucho; pero éste... ¡Por todos los cielos!

El cincuenta por ciento restante del trance comienza a ceder paulatinamente y mi cerebro parece que se va despejando. Con la discreción que me es posible, estudio al chico un poco más y me voy dando cuenta de que no tiene nada del otro mundo, como piel azul o colmillos... sólo que le encuentro explosiva y desgarradoramente hermoso... ¿Cómo es posible que un ser con esas características, cualidades y aspecto me provoque este paroxismo? Mientras lo estudio discretamente, no puedo evitar que mis ojos se fijen en aquella parte que lo distingue como hombre. Bajo su minúscula malla de baño de un anaranjado intenso, parece que tiene un gato echado y durmiendo... un angora enorme para ser más preciso. Trago saliva cuando lo noto y siento que mis piernas me traicionan. No tengo de dónde sostenerme y temo caer redondo y hacer una escena no sólo ridícula sino muy difícil de justificar.

―Gonzalo... cariño... ¿te sientes bien? ―pregunta Ana al ver mi palidez.

Suavemente comienzo a ver todo plateado y con chispitas luminosas que van borrando todo lo que estaba ante mis ojos. Sólo oigo la voz de Ana que dice:

―Leo... ayúdame porque este tonto parece que se va a desmayar.

Al oír eso mis piernas deciden dejar de funcionar y la gravedad terrestre toma el control: me voy cayendo como si fuera de crema. A medio camino de mi caída siento los fuertes brazos que me sostienen y me acuestan en uno de los largos sillones de mimbre que hay al lado de la piscina con unos almohadones floreados en amarillo y naranja. Ya recostado vuelvo a abrir mis ojos y veo a Ana agachada a mi lado y al frente a Leo, de pie, con sus manos a las caderas como si fuera el Coloso de Rodas.

―Gonzalo... muchacho... ¿qué te pasó? ―pregunta Ana algo preocupada.

―Debe haber sido un bajonazo de azúcar ―dijo el Coloso tomando su gorra tipo béisbol y poniéndola con la visera hacia la nuca ―. Voy a la cocina a traer un caramelo o algo dulce.

Cuando se va, inclino mi cabeza para verlo partir y me quedo contemplando aquella espalda de gladiador y un trasero geométricamente perfecto... ¡Rayos! No es posible... Esto tiene que ser una broma cruel del universo... o de San Antonio... La naturaleza no puede, estadísticamente hablando, concentrar tantos atributos y tanta belleza en un solo cuerpo humano.

Al momento vuelve con un caramelo de fresa y acompañado por la madre de Ana que trae una copita de coñac.

―Toma, hijo ―dice la señora―. Es fuerte pero debe ser de un solo trago.

Mientras bebo la media onza de licor, Leo desenvuelve el caramelo y me lo da en la mano. Lo pongo en mi boca y dejo que se disuelva lentamente.

―¿Mejor? ―pregunta la señora.

―Sí ―dije aunque mi voz sonaba como proveniente del más allá.

―Quédate recostado un rato, Gonzalito, hasta que te recuperes por completo ―continuó.

―Gracias, pero ya estoy bien. Mejor me voy a mi casa ―digo y hago el intento de levantarme.

―Leo, vístete por favor y acompáñalo. Aunque es muy cerca, tiene que cruzar la calle y no me gustaría que le diera otro vahído justo en ese momento ―dice la madre de Ana.

―No, no; gracias, ya estoy bien ―insisto.

No quería que el chico me tocara porque estaba seguro de que si lo hacía me iba a electrocutar.

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