Capítulo 26: Rodrigo y yo... y Fran

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Luego de colgar el teléfono me siento en el suelo recostado a la casetilla. Miro la calle solitaria y oscura y me parece una alegoría de mi vida actual: en lugar de que se destaquen las zonas iluminadas por los escasos faroles del alumbrado público, me enfoco en los lugares sumidos en las tinieblas; y la basura que había desparramada por las aceras y la calle en sí —que bien sabía abundaba tanto bajo la luz como en la oscuridad— parecía echarme en cara mis propios sentimientos. ¿Qué pasa conmigo? ¿En qué punto del camino me equivoqué?

Debo haber estado unos veinte minutos en esa especie de limbo cuando veo un par de potentes focos que iluminando la calle se acercan lentamente hacia mí. Al pasar bajo uno de los faroles puedo notar la tranquilizante forma verde aceituna del coche de los Salaverry. Se detiene frente a mí y desde adentro se abre la puerta del copiloto; miro y veo a Rodrigo, chamarra deportiva y pantalón buzo, me hace señas para que suba. Me siento a su lado e instintivamente me extiendo para abrazarlo.

—¡Oh, Rodri! ¡Me quiero morir! —le digo y al momento de tocarlo me retiro como si él fuera un hierro candente.

—Todo el mundo, en algún momento, quiere morirse, Gonzalo. Eso nos pasa a todos. Pero, ¡venga! Que ya estás seguro y pronto llegaremos a mi casa; ¿o prefieres ir para la tuya?

—¡No...! No... A mi casa todavía no, porfa.

Rodrigo conduce en silencio y yo voy sollozando, secándome algunas lágrimas y muchos mocos, con el codo apoyado en la ventanilla abierta y deseando que el viento se lleve todo eso que tengo adentro.

—Tranquilízate porque ya estamos en casa, seguros y bien —me dice mientras entramos a la sala y arroja las llaves del coche sobre una pequeña mesa que está junto a la puerta—. Si te parece, le diremos a tus padres que pasaste la noche aquí. ¡Venga! Date una ducha que te traeré ropa para que te cambies.

—Gracias —le digo y él se sienta en uno de los sillones a esperarme.

—Ahora sí —me dice cuando vuelvo de la ducha secándome el cabello con un paño blanco—. Cuéntame; pero sólo los hechos, no me digas tu opinión o lo que sentías ni nada de eso.

De conformidad con lo que me pide, le relato todo, desde la primera llegada de Pablo hasta que lo llamé por teléfono para pedirle que viniera a buscarme.

—Ya. Entiendo. Entonces, ahora dime qué pasó y qué pasa dentro de ti.

—Me odio... eso es lo que pasa —le digo recostándome al respaldo del sofá.

—¿Te odias o te culpas?

—¿No es lo mismo?

—Dímelo tú.

—Está bien... me culpo y por eso me odio.

—¿Y de qué te culpas, específicamente?

—De ser gay, de eso. Si no fuera gay no hubiera pasado por lo que pasé.

—Entonces, ¿ser gay fue la causa del problema?

—Por supuesto. Ya no quiero ser gay. A los chicos heteros no les pasa eso que me pasó a mí.

—Pero, dime... los tres tipos que te hicieron todo eso... ¿eran gay o heteros?

—¿Qué? No lo sé... parecían heteros.

—Heteros que te tomaron sexualmente... o mejor dicho, que tuvieron contigo relaciones homosexuales... no heterosexuales.

—¿Qué? Eh... sí... supongo.

—¿Supones o fue así?

—Está bien... así fue.

—Y dime... por aquí en los alrededores... muy cerca de ti... ¿hay algún otro chico gay?

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