Capítulo 10: Papá cuenta una historia sobre incesto

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«Esto del sexo me está gustando demasiado. Felipe, a pesar de su corta edad, demostró tener suficiente experiencia pues mostró a todas luces que no era la primera vez que lo hacía con un chico», pienso mientras me vuelvo a acomodar mi ropa, cuidando esta vez de no dejar la camisa por fuera del pantalón.

—Eh... Felipe—le digo—, esto quedará entre tú y yo, ¿no es cierto?

—Claro, no hay ninguna razón para que nadie más lo sepa. A mí tampoco me gustaría que en el colegio se ande diciendo que soy gay.

—Cierto... a mí tampoco.

—Aunque creo que no es tu primera vez, ¿me equivoco?

—Eh... no.

—O sea... esto no fue sólo un desliz de tu parte... algo así como por simple curiosidad juvenil.

—Eh... No —le digo y me pongo rojo otra vez.

—¡Vaya! O sea... que te gusta este asunto.

—Felipe... no digas esas cosas que me hacen sentir raro.

—No veo por qué. A mí también me gusta. Ya te dije que no dejo pasar una buena oportunidad, y tú... eres una buena oportunidad.

—¿En serio?

—Una buena y muy linda oportunidad... Y como le dijiste a Andrés... «tendremos que repetirlo».

—¡Felipe!

—¡Hala! ¡Venga! Que por hoy ha sido suficiente. Súbete a la moto para llevarte a tu casa.

La moto, como por arte de magia, enciende a la primera patada y Felipe ni siquiera se asombra. Algo me dice que nunca hubo ningún problema mecánico.

Llegamos a mi casa, nos despedimos y entro. Todo estaba normal: mi madre terminando con la preparación de la cena y mi padre recién llegado del trabajo. Esos detalles me comienzan a llamar la atención. Es una sensación muy extraña que yo esté viviendo estas situaciones tan emocionantes y que el mundo siga su curso como si nada extraordinario pasara. Mis papás, ajenos a las andanzas de su hijito a quien consideran puro y casto como la luna de primavera, siguen su vida hogareña de la forma más natural. Estoy de pie en la entrada de la casa mirándolos: mi madre llevando los platos a la mesa y mi padre en el sofá leyendo el periódico. Imagino la cara que pondrían si hubieran estado en el garaje de los Jiménez media hora antes. No sé qué pensarían o cómo reaccionarían si supieran que su hijito adorado es gay, pero menos aún si lo hubieran visto, con los pantalones del uniforme escolar en los tobillos, la camisa subida casi hasta el cuello, pegada su mejilla a la pared mientras un chico, Felipe, se restriega con fuerza contra su espalda empujándolo para lograr entrarle lo más profundo que pudiera y ese mismo hijito, casto y puro, gemía de placer y decía «¡Más, Felipe, más... Más fuerte... Así... así...» tal como había visto que debía decirse según enseñan esos vídeos pornográficos que resultan tan ilustrativos y didácticos. Y se debe agregar que no lo decía por imitar a los vídeos, sino porque le nacía desde lo más profundo de su libido primitiva y primigenia.

Eso de ver que todo sigue normal a pesar de lo que hago, es una sensación extraña y debo reconocer que no me gusta. No sólo porque es evidente que al ocultarlo los estoy engañando dejando que crean algo que no es, sino porque me parece poner de manifiesto dos mundos distintos: el «normal» de la casa, mis padres y mis amigos; y el «prohibido», el oculto, aquel donde puedo dar rienda suelta a mis deseos y pasiones. Y no me gusta, además, porque me parece sentir que ambos mundos se van separando de a poco, se van distanciando como dos planetas que tuvieran órbitas opuestas. Son dos mundos reales; de eso no tengo dudas... pero, ¿y yo? Hay un yo que actúa en un mundo y otro yo que actúa en el otro. En el normal, soy un hijo modelo con una decencia a prueba de balas; mientras que en el oculto, soy un chico ardiente que disfruta del sexo sin prestar ninguna consideración a la decencia que es requerida en el otro. Y no me considero indecente. No, para nada... Sé muy bien que no estoy haciendo nada malo ni le hago mal a nadie. Sin embargo, ¿por qué ahora tengo que vivir una doble vida?

SexohólicoWhere stories live. Discover now