Capítulo 37: Sábado... sí, ese sábado.

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Cuando bajo a desayunar, la escena, que imaginé caótica y revolucionada, me sorprendió: todo está como siempre y en calma.

—Ya está el café con leche, cielito. ¿Te hago un sándwich o te lo haces tú?

—¿La mantequilla está decente? Digo... ¿no se necesita una trituradora de rocas?

—No, tesoro, ya tu padre me pidió que le diera un golpe en el microondas.

—Entonces me lo hago yo, descuida. Si no tengo que lidiar con el iglú, no hay problema.

—¿Estás nervioso, mi cielo?

—¿Por qué habría de estarlo, mujer? —pregunta mi padre mientras lee el matutino siguiendo el rito diario—. Es una fiesta de disfraces, no un examen de oposición para entrar a la Administración Pública. Además, no ha dicho ni «buenos días».

—¡Oh! Perdón; es cierto. Buenos días. ¿Alguna noticia fuera de lo común, papá?

—¿Algo así como que el gobierno está haciendo algo bueno?

—Por ejemplo.

—No. El mismo desastre de siempre. El paro sigue aumentando, la inmigración es un dolor de cabeza para esos incompetentes, y eso que tenemos media España vacía, dicen que cada vez hay menos plata para las pensiones y jubilaciones pero quieren reducir los impuestos a las grandes empresas... lo de siempre.

—¿Y tú tesorito? Anoche casi no cruzaste palabra... ¿conseguiste tu disfraz? —dice mi madre para no entrar en asuntos políticos más allá de los hogareños y urgentes.

—¡Mierda! —exclamo en un grito.

—Pero, ¿no fuiste al centro para eso?

—Sí, pero se me quedó en la tienda.

—¡¿Cómo que se te quedó en la tienda?! Pero, ¿en qué estabas pensando, Gonzalo?

—Que tiene quince años, mujer... —contesta en mi lugar mi padre—. Con la gracia que le ha causado todo este rollo de los disfraces, de seguro tuvo lo que Rodrigo Salaverry llamaría un «olvido referencial voluntario». Fue su inconsciente quien lo olvidó a propósito como forma de protesta o de rechazo.

Tal fue la impresión que se llevó mi madre que no reparó en mi pulcrísimo y cultísimo: «¡Mierda!» y por lo tanto, sigue la conversación más preocupada por el olvido que por la elegancia de mi lenguaje.

—¿No lo habrás olvidado en el autobús, verdad?

—No, mamá, no... se me quedó en la tienda, estoy seguro. Porque recuerdo haber salido con las manos vacías.

—¿Pero el dependiente no se dio cuenta? ¿Tienes la boleta?

—Por supuesto, y Abdul no lo notó, estoy seguro.

—¿Abdul?

—Sí, porque don Bonifacio se había ido al banco.

—¿Don Bonifacio? ¿Pero de qué estás hablando, tesoro?

—Don Boni es el dueño o gerente, no sé; y Abdul el dependiente que me atendió.

—Si tienes la boleta, llama, queridito, y asegúrate de que todavía esté allí, no sea que tengamos que pagarlo como comprado.

Subo como un relámpago, tomo la boleta, miro el número y llamo. La voz de don Boni, inconfundible pero grabada dice: «Hoy por razones de fuerza mayor, abriremos a partir de las once y treinta». Lo único que me faltaba. Ahora, deberé ir al centro de nuevo para buscar el puto disfraz y eso después de las once y media. Será una eternidad y estaré de vuelta para mi cumpleaños pero para el número dieciséis.

SexohólicoWhere stories live. Discover now