Capítulo 31: Una tragedia griega

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...y me veo durmiendo.

—Pero, ¡¿qué coño...?! —me digo al ver esa imagen tan inusual— ¿Será como dicen los espiritistas? ¿Que me he «desdoblado»? ¿Era mi «cuerpo astral» el que se puso a espiar a mis padres? Pero eso son supersticiones, patrañas de la gente... No. No puede ser. ¿Será que tanto sexo me está secando el cerebro? He escuchado que dicen las viejas que si uno se masturba mucho, se le seca el cerebro; que se le va achicando y arrugando como una pasa de uva hasta que queda en puñito negro, opaco y seco; pero eso también son supersticiones, o mejor dicho, creencias vulgares para convencer a los niños para que se dejen el «pirulí» quietecito. De todas formas, me acuesto como quien se mete dentro de mí, lo cual era aún más extraño.

A la mañana, despierto y recuerdo todo con una nitidez que me espanta, incluso que cuando me metí en mi «cuerpo físico» me dormí como por encanto. Me levanto y comienzo la rutina, pero con aprensión, pues no sé qué me voy a encontrar cuando baje a desayunar y allí estén mis padres. ¿Me dirán algo más?

—Tesorito —dice mi madre—, bajas quince minutos antes.

—Buenos días... ¿Antes de qué, mamá?

—De tu hora de siempre, cariño. Ven y siéntate que ya está todo listo.

Café con leche, pan de sándwich con jamón de York, queso Gouda, mantequilla (que está tan dura que para cortarla se necesitaría cincel y martillo, y ni hablar de esparcirla sobre el blando pan de sándwich... un desastre). ¡Ah! Y algo extra: un vaso de jugo de naranja... Algo había cambiado. Decidido a tomar el toro por los cuernos y yo mismo empecé la conversación, a pesar de que mi padre, que ya había desayunado, estaba leyendo el matutino.

—Ya está bien de disimular, tíos —me despacho—. Hablad de una vez y salgamos de esto cuanto antes.

—¿De qué quieres hablar, cielito? —pregunta mi madre y creo que se hace la tonta. En eso es toda una especialista.

—De todo lo de anoche. Tú sabes, de esa terrible conversación madre-hijo que tuvimos.

—¿Anoche? Gonzalo, anoche te vi extraño sí, y hubiera querido hablar contigo, pero luego de que te despediste de Leo, pasaste por aquí como una tromba, me diste las buenas noches y te encerraste en tu cuarto. ¿De qué conversación hablas?

—¿Qué? ¿Acaso no me tuviste aquí sentado como mil años, confesándome como si en eso me fuera el alma?

—¿Yo? Cariño, seguro que lo soñaste.

—A mí no me mires —se suma mi padre— porque me acosté y me dormí como un ladrillo. Ni cuenta me di cuando tu madre se acostó.

—¡Venga! Que me estáis tomando el pelo. Seguro que os arrepentisteis y ahora os hacéis las marmotas para que el rollo no se haga más grande.

—Pero, ¿arrepentirnos de qué, Gonzalo? ¿De qué rollo hablas? Ahora me estás preocupando. ¿Te sientes mal de nuevo? ¿Quieres volver a faltar al colegio? Porque dijo Fran que él toma apuntes también para ti.

Para estar haciéndose las marmotas o los capullos, como se quiera, lo están logrando de una manera demasiado convincente, tan real como lo de anoche; y mi madre, en ese sentido, si se postulara a la Academia de Hollywood, le darían el «Antióscar», porque como actriz es de lo más malo que existe bajo el sol. Hacerse la tonta le cae muy bien, pero hacerse la seria es fatal.

—Me siento bien, mamá y no voy a faltar al colegio... Entonces, si no queréis hablar, no hablemos y punto.

—¿Pero qué bicho le ha picado a este? —exclama más que pregunta, mi madre.

SexohólicoWhere stories live. Discover now