Capítulo 23: Francis cuenta su historia y...

2.5K 274 69
                                    

El ritual matutino transcurre como de costumbre; como de costumbre es que, al salir me encuentre con Anita quien, por más que intenta disimular, es evidente que se está muriendo de curiosidad pues supongo que ha quedado picada por la misteriosa conversación «catequista» que se desarrolló durante la «pizzofagia» de anoche. Sin embargo, intenta comportarse como si nada pasara y yo, por supuesto, hago lo propio.

No es sino hasta que estamos muy sentaditos en el autobús escolar cuando, mirando por la ventanilla, al vacío, al fin me dice:

—No sabía que Francis se estaría preparando para la «confirma».

—Y no lo está, Ana. Francis es más hereje que los arrianistas y más blasfemo que Lucifer, sin contar con que es apóstata.

—¡¿Qué?! ¿Nació sin próstata? ¡Pobrecito!

—Veo que sigues muy aplicada en tus estudios y práctica de la «brutología», Ana. Apóstata, sin «r». Deberías prestar más atención a lo que oyes, querida.

—Pero por más que presto atención, muchas veces me quedo en Babia, Gonzalo, como anoche. No entendí eso de Fran y la estampita de la virgen.

—Entonces, pídele que te lo explique. Yo no soy el indicado ni menos aun, el responsable.

—Pero, explícamelo tú, ¿sí? Porfa...

—Que no. Eso es algo privativo de Francis... como todas las cuestiones de fe.

El resto del viaje hacia el colegio también transcurre como siempre: Ana insistiendo y yo negándome, conflicto que continúa hasta llegar al patio y encontrarnos con el apóstata.

—¡Fran! ¡Queridito! ¡Luz de mis ojos! —le saluda Ana y Fran me mira adelantando lo que era obvio que vendría—. Explícame.

—¿Que te explique qué, Ana?

—Lo de la estampita.

—¡Joder! Me lo veía venir. No tengo nada que explicar; lo que oíste, así fue. ¿Qué tiene eso de extraño?

—Mucho. Gonzalo me dijo que tenías problemas de próstata.

—¡¡¡¿Qué?!!! ¿Qué rayos...

—No te ofusques, Fran, que esta sorda escucha lo que quiere. Yo le dije que eras apóstata... «apóstata», pero se emperra en oír cosas sucias, nada más.

—¡Ah! Ya veo. No hay nada que explicar, Ana, así que déjame en paz... Y no insistas porque no lograrás nada.

—¡Qué malos que son todos!

—No somos malos, Ana; tú eres quien debes aprender a respetar la privacidad —le digo con tono serio, pues ya veía que el tema, si lo manteníamos como era usual, podría durar todo el día y de fijo que nos arruinaría el almuerzo.

—¡Aaaahhhhh! No importa. Ya sé —exclama la curiosa.

—¿Ya sabes? —pregunta Fran alcanzando cierto nivel de nerviosismo—. ¿Qué sabes?

—Cómo dilucidar eso que con tanto misterio ocultan —dice y como un rayo se dirige hacia la puerta del patio al ver entrar a Andrés.

—¡Andresito! ¡Amor de mis amores! ¡Mi amiguito del alma! —exclama y Andrés nos mira simplemente atónito.

—¿Qué bicho te picó, Ana? Nunca me diriges la palabra y ahora resulta que soy tu amiguito del alma. Desembucha porque no creo que sea nada bueno —le dice Andrés mientras camina hacia nosotros con Ana colgando como si fuera un mono de un circo búlgaro.

—Tú sí me vas a contar y con lujo de detalles.

—¿Qué tendría que contarte? Ni te enteras de que existo y de pronto, ¿tengo que confesarme como me fueras a absolver de algo?

SexohólicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora