PREFACIO

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Jueves.

Desconozco su nombre y no sé nada de ella. Sin embargo, es la primera vez que siento un fuerte deseo por averiguar un poquito más. La pequeña del jazmín.

Quizás no dice suficiente (los títulos nunca lo hacen), pero al menos es exacto. Sinceramente, me da mucha pereza rebuscar en la bibliografía de Sir Cocodrile para saber de este cuadro algo más; prefiero divagar, imaginar, y ver mucho más allá de unos óleos entre aciano y verde.

¿Será, de verdad, una amiga suya? ¿O fue una niña a la que encontró demasiado guapa y le pidió qué posara de modelo? ¿Pudo haber soñado con ella, y luego captar su rutilante imagen sin la necesidad de tenerla delante? ¿Recordó cada pieza que la formaban con exactitud? ¿Son esos sus ojos? ¿Son sus mejillas de ese color incluso en la oscuridad? Bueno, a veces los cuadros son tan completos que lo único que pueden hacer es causarte más dudas.

Cuando no puedo dormir, mamá me deja bajar al museo. Hoy es una de esas noches. Normalmente suelo ir a la sala de temática astrológica, pues allí conciliar el sueño me resulta fácil. Nunca voy a las otras galerías. 

Esta noche, sin embargo, me he atrevido a atravesar el pasillo de las estatuas de piedra. Mis pies descalzos apenas han tocado el suelo de lo rápido que he cruzado la larga distancia, con los ojos cerrados y la linterna apagada, por si a la silueta de algún ente maligno le daba por aparecer en mi luz.

Pero ya estoy aquí, envuelta en mi manta de pelotillas, de nuevo ante la niña de la flor.

En los ratos que he pasado frente al cuadro he esperando alguna vez que ella tome por un momento el jazmín con la mano que tiene libre; pero sé que no es lo suficientemente valiente como para dirigirme la palabra cuando hay más gente entre nosotras.

Para alguien que lo ve por primera vez, esa flor en la boca le puede resultar algo bello y misterioso. A mí también me lo parece, aunque creo que es una excusa demasiado simple para que la niña se mantenga en silencio. No me gusta ver a personas colgadas, solitarias y estáticas, sobre una fría pared, cuando da la sensación de que tienen algo más que decir.

Es una niña de unos once años. Desde el punto de vista cromático, destaca por contraste el jazmín blanco entre el azul que cubre el cuadro entero. También llama la atención su sari aciano con bordeados dorados. Los pelillos plateados que salen de su pañoleta. Sus rodillas huesudas y opalinas.

Tiene la mirada profunda y brillante, puede que algo alicaída. Según he leído, en la India hay una vergonzosa y generalizada cultura de la violencia contra las niñas y las mujeres. El cuadro ya es de hace siete años (aunque es la primera vez que está en nuestro museo) y ella ya habrá crecido y tendrá, más o menos, mi edad.

Cada vez que alzo la mirada y me encuentro con la de la niña de jazmín, siento un fuerte (como un imán del tamaño de un tanque) deseo de dirigirme a ella.

De dirigirme a ti, te diría que si hubiese encontrado esta maravilla unos años antes habría encontrado melancolía en tus huesos. 

Pero ahora, con un poco más de madurez, puedo decir que ese pañuelo no oculta nada de lo que debas avergonzarte, sino que enmarca tu hermoso rostro como si fuese una corona real. Y tu amplia y armoniosa frente, sugiere viveza y perspicacia natural, a pesar de no haber ido, o de haber ido poco, a la escuela (tampoco te conozco tanto).

Me gusta tu calma. Tu contagiosa serenidad y equilibrio. Y aunque no te la haya visto, también me gusta tu sonrisa, tu pequeña y brillante sonrisa. Espero, algún día, poder verla con mis propios ojos.

P.D: me guardaré tu recuerdo a fuego cuando mañana se lleven tu cuadro, y cuando te eche de menos, iré a el otro museo en el que estés para sentarme frente a ti y ver pasar la noche contigo cuando no pueda dormir, Niña Jazmín.

Aclaraciones:

Este romance se narra en la ciudad de Francia, París, con Nami y Vivi como protagonistas principales.

Dedicado a todos mis lectores, en especial a ella, que siempre ha querido leer esto. Te quiero, Ane.

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