CAPÍTULO 15

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El barco se desliza a lo largo del río Rhin, dejando a mis espaldas una serie de infortunios amorosos. A mi lado, una mujer fuma contra la baranda; la brisa le revuelve el flequillo y su nariz, larga y delgada, se recorta contra la la centelleante estampa de París. Nuestra próxima parada es Brujas. De Brujas iremos a Gante, de Gante a Bruselas, de Bruselas a Amberes, de Amberes a La Haya, de La Haya a Amsterdam y, finalmente, de Amsterdam a Volendam.

—¿Por qué te vas? —me pregunta. Sus ojos azules parecen esconder un misterio; los míos están rojos y húmedos como un par de madroños.

—Estoy... Yo, bueno —digo, apartando la vista—. Creo que es porque estoy buscando a alguien.

Me sonríe.

—¿A quién?

—Confío en que estoy buscando a mi hermana.

—Crees que estás buscando a alguien, y ese alguien esperas que sea tu hermana —observa, aparentemente divertida.

—Sí.

—Pues espero que pronto des con ella —me desea, con una agradable sonrisa—. Soy Robin.

Hace mucho tiempo que no me presento a nadie; la última persona fue a Vivi, pero ella ya no quiere conocerme. Aunque técnicamente sigue coexistiendo conmigo, está lejos, en otro lugar, y no quiere que nadie la encuentre. Me parece algo desconsiderado, eso de convertirse en leyenda para alguien casi sin pretenderlo, para luego abandonarla sin dar ninguna explicación; no es que yo esté haciendo lo mismo con Zoro y Sanji, porque volveré a verles, o eso espero. Presiento que no saldré con vida de esto, mi cuerpo ya ha aguantado demasiado.

—Soy Nami.

—Bueno, Nami —dice Robin, cambiándose de posición para tenerme de frente. Su esternón sobresale de su pecho plano y perlado como la piedra preciosa de un collar—. Ya que el viaje será largo, puedes pasarte por mi camarote siempre que quieras. Número 19.

Cuando se retira, me quedo un rato sola, con la frente acariciada por la brisa salobre del mar. Me siento tranquila, segura, pienso en todos los momentos de belleza eterna que perviven en el tiempo igual que planetas en una bóveda imaginaria, y corro rápidamente al camarote 19.

Robin me abre la puerta y su cuerpo me atrapa como una oleada de largos brazos y fuertes piernas. Esa noche, como todas las que vienen, nos acostamos; sin embargo, yo sólo puedo pensar en ella, en la abundancia de su pelo y el agua dulce que manan sus muslos. Me es inevitable. Mamá nos decía a Nojiko y a mí que un cuadro bonito no tenía que ver con la fama del pintor, sino con la impresión que causaban en la mirada ajena, y creo que ahora entiendo porque anhelo tantísimo a Vivi.

Robin vino a Paris para conocer sus orígenes; es arqueóloga y suele estar mucho tiempo bajo tierra. En Gante nos pasamos la tarde viendo casas gremiales y colándonos en iglesias, mientras ella me habla de su trabajo: cuando el resto de turistas se achicharran viendo los monumentos más típicos, ella va moviéndose por las criptas igual que un topo, pero sin ser ciega.

De vuelta a su camarote me pregunta por mi hermana.

—Estuvo desaparecida por un tiempo. Ella es muy —comienzo, tratando de escoger las palabras adecuedadas— ... parisina. Ya sabes, de las que desayuna café oscuro y se enamora del primer extraño con el que se cruza en el metro; de las que baila bajo una tormenta de verano. Estaba loca. Bueno, supongo que lo seguirá estando. Todo este tiempo en el que no ha estado —sollozo, con la voz temblorosa—, Paris ha sido desolador. Jopé —aquí ya estoy llorando como una magdalena—, la echo mucho, mucho de menos. He pensado cada día en lo que la pudo hacer huir de aquí, porque sé que ella hablaba constantemente de irse a Marruecos y a Moscú, para ver cuadros y flores y ese tipo de cosas, pero créeme, sé diferenciar entre una escapada y una huida, y joder —Robin me pasa un pañuelo—, me imagino cuán mal tiene que estar una persona para que su única opción sea marcharse sin despedirse, ¿sabes? Sin dar ninguna explicación; me pregunto si de verdad escuchamos a las personas o sólo fingimos conocerlas bien. Me siento fatal porque hasta ahora no tenía la más remota idea de dónde podía estar.

Robin aguarda en silencio. El barco se mueve de camino a Bruselas, impasible. Al de un rato dice:

—Estoy segura de que ella quiere que la encuentres.

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