CAPÍTULO 4

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El día del viaje en moto es el mejor de todos, porque para el siguiente sábado, la búsqueda de mi hermana ha llegado hasta Marais y Bastille.
Cuando mi madre comienza a preocuparse de verdad, Sanji y yo nos hemos convertido en la comidilla de los barrios nocturnos de París.

El propietario de The Wall, de pelo afro y nariz prolongada nos señala con un canuto acusador.

—No. No me lo digan. Ustedes son los dos tipos que andan montando quilombo por una tal Nojiko.

Me elevo esperanzada.

—¿La ha visto? —pregunta Sanji.

El dueño da una calada al porro y dice:

—Miren, mi pub es un ir y venir de clientes, a pesar de que tenemos poco más que ofrecer que cualquier otro de por aquí. No me suelo fijar mucho en los chiquillos, salvo que sean yonquis o tontos con ganas de bronca.

No sé si he arrugado el ceño o he torcido el morro, pero me mira y dice:

—Lo siento, niña.

—¿Y cómo dices que se llama? —suelta una risilla a través de su barba negra.

—Nojiko —repito, con dureza.

Hemos entrado a un local de aspecto lúgubre dónde sólo parecen ofrecer café de achicoria. El viejo borracho se agarra al respaldo de la silla y se enjuaga las lágrimas.

—Vaya nombre le puso tu madre.

Y vuelve a reír.

El chico enclenque que barre el suelo del café me mira con preocupación.
Creo que ha notado mi enfado.

Me entran ganas de matar a ese andropáusico de mierda a falta de dientes, pero, en su lugar, le arranco la fotografía de las manos. 

—Vámonos —le gruño a Sanji.

—Buenas noches —se despide el rubio amablemente, levantando su sombrero.

Empujo la puerta, y el mismo y asqueroso frío de siempre vuelve a abofetearme la cara.

Duele.

Después de más situaciones similares, cogemos el metro desde el Barrio Latino y tras compartir un vagón llenito, nos bajamos en Blanche.

Sin embargo, yo ya estoy cansada como para volver a escuchar lo mismo, y le dejo todo el trabajo sucio a Sanji.

Así que aquí me tenéis, a mí, Nami, sentada en la acera en plena Pigalle, entre un puticlub y un bazar paquistaní, viviendo el auténtico ambiente de barrio mientras se me congela el culo.

¡Pura elegancia parisina! Ni Moulin Rouge ni French Cancan ni...

—¡Qué os den por culo!

Sale como un trombo cerrando la puerta tras de sí, chillando, maldiciendo en su idioma, como si se hubiera roto un delicado hilo dentro de ella, volviéndola loca.

Grita tan fuerte que todas las luces de neón de la calle se enteran.

Sin darme cuenta, me encuentro a mí misma observando con soterrado placer como se quita el velo y se arranca una falda con monedas, que insiste en unas caderas impecables.

Se queda en ropa interior, y un hombre alto y gordo abre la puerta del burdel.

—¿Y a dónde irás ahora, eh? —suelta un escupitajo y grita, antes de cerrar:— ¡Zorra!

Nos quedamos en silencio.
Ella se echa el velo encima, para cubrirse un poco después de su arrebato.

Chutia... —susurra, mirando de reojo al local, y empieza a caminar.

Pero es que la veo así, muerta de frío, y quisiera prestarle mi anorak...

—Oye.

Me pongo en pie.
Se gira para mirarme.

Y reconozco sus ojos, su nariz, su boca y sus mejillas teñidas de vino.

Estoy tan sorprendida que se me olvida hablar.

Puedo oír el corazón latiéndome a golpes durante lo que se me antoja una eternidad, y ella, y ella es...

Su expresión permanece igual que en el cuadro, hasta que arruga la frente y enfadada, se da la vuelta y sigue caminando.

Me aparto algunos pelos de la boca, porque se ha levantado una brisa que me hace estremecer.

Sanji sale envuelto en su piel de lobo ártico teñido con azafrán.
Me ve ahí, quieta, temblando como un pajarillo, y como el resto de gente que está en la calle, se pregunta qué es lo que acaba de pasar.

como flores para holanda | one piece | naviDonde viven las historias. Descúbrelo ahora