CAPÍTULO 9

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Y a Nami no le falta razón, porque su piso y el de Sanji es así.

El rubio abre la puerta y nadie se comporta como si fuera una invitada y se tuviesen que disculpar por todo el desorden.

Mejor dicho, cada uno toma su rumbo, y yo me quedo quieta en la entrada, sin saber qué hacer.

—¡Ah! Qué a gusto se está en casa —exclama Nami, lanzando su abrigo al perchero y colgándolo con maestría. Me dice, sin girarse—: El baño está libre, por si quieres ducharte.

Zoro lanza un suspiro cuando se deja caer en un pequeño sofá azul que hay junto al alféizar de la ventana, que da a las escaleras de incendio.

Cuelgo mi chaleco de franela junto al abrigo de Nami, y voy a la sala, donde está Zoro.

Tienen unas anémonas japonesas y una mesita de noche al lado del sofá, donde hay un juego de tazas de té y una lampara de lava.

Paseo mi vista por las paredes, que son de ladrillo y están sin pintar. Y así, sin tantas molestias ni modales, me siento mucho mejor.

Escucho el crujido de la madera. Zoro se ha levantado y se ha dirigido a una foto enmarcada, como si me la quisiera enseñar.

Son Sanji y Nami en la maquina de viento que hay frente al Moulin Rouge. Ambos con unos idénticos minivestidos de tweed, han dejado que el aire hinche sus faldas, marcándose un Marilyn Monroe. Los dos se ríen y posan con los brazos en alto, sonriendo al objetivo.

Nami tiene su pelo naranja revuelto por el viento y se adivina que sus ojos son ámbares, como la miel.

Su sonrisa me hace daño.

—Tengo la misma foto en mi cartera —dice Zoro, con los puños en los bolsillos—. Nunca había visto a Nami tan feliz. Ni llevando una falda —añade, con diversión—. Creo que Sanji le tuvo que pagar para que se la pusiera.

Pegada a la pared del salón, hay una pequeña chimenea de propano que emana no sólo calor, sino también calidez tras un vidrio trasparente.

Me relajo un poco.

—Parece una de esas fotos de después de la guerra —pienso, y la cabeza de Zoro pierde por un momento la simetría—. De esas que alguien colgaría en su pared, para que le contagie la felicidad.

—Desgastamos las fotos de tanto mirarlas —dice Zoro.

Suspiro, pensando en el hombre que tantas veces me pintó y me prometió mirar mis retratos cuando me fuera.

—Sí —me deshincho—. Yo también lo creo.

—Nuestra cocina es el paradigma perfecto del desorden —me dice Nami, mientras Sanji me sirve un plato de sopa—. No siempre ha sido así, pero creo esto ya no tiene solución.

—A mí me gusta —digo.

—A mí también —confiesa Sanji.

—Tiene cierto... encanto —opina Zoro. Y estoy de acuerdo.

Han usado el organizador de revistas para guardar las tablas de cocina, y los aparatosos envases abiertos de queso o jamón están colgados de pinzas de oficina, como las sartenes, que se mecen de un toallero.

La estufa de gas está robinada y oxidada y la encimera abarrotada de cosas varias como vinagre de manzana orgánica, una pila de semillas de papaya (Sanji me explica que también se pueden aprovechar) y cúrcuma en un cuenco.

Acompañamos la sopa con vino de marca blanca y pan de chocolate.
En un momento entre que Sanji nos habla de la diferencia entre los pescados duros y los pescados blandos y se disculpa por ser tan pesado y destripar todos los ingredientes (y le ruega a Zoro que, por favor, no le entre el desazón vital por estar tragándose espinas de lenguado) alguien llama a la puerta.

Me sorprendo cuando Sanji grita:

—¡Adelante! Está abierta.

—Por Oda, tenéis esto hecho una leonera —gruñe, cuando abre la puerta y por poco se mata con los cartones de leche que están detrás.

Es alta y flaca, llena de arrugas.
Tiene el pelo gris recogido en un bamboleante moño, lleva pantalones vaqueros de campana y un crop-top debajo de una chupa de cuero morada. Jubilada fijo; cobra la pensión.
Y parece estar en forma.

—Kureha, ¿qué te trae por aquí? —la cuchara de Nami está elevada en el aire.

—Hola, cabecita de clavel —saluda—. Veréis, me han venido los jibiones con bastante salsa y a Chopper el jibión no le gusta con harina; prefiere el pan frito.

Sanji señala con un pulgar la panera blanca. Hay una chapata a la mitad rodeada de migas y un par de rebanadas finas de pan de molde.

—Si eso te sirve.

—¿Te quedas a cenar, Kureha? —le pregunta Nami— Sanji ha preparado bouillabaisse.

La señora deja escapar un suspiro.

—Me encantaría, pero Chopper me está esperando.

Zoro está demasiado concentrado comiendo, así que le susurro a Nami:

—¿Chopper es su marido?

—Es su reno —me responde, bajito—. Tiene un reno como mascota y está loca.

Sonrío, porque me hace gracia.
Y me parece bonito que los vecinos tengan esa confianza para pedirse cosas.

—Puedes traerle —propone Sanji.

Y así pasamos de ser cuatro a ser seis.

Cuando terminamos de cenar, y todos estamos un poco achispados por el vino, vamos a la entrada para despedirnos.

—Bueno, soldado —Zoro se agacha frente a Chopper y le da un toque en la nariz—, ¿has comido bien?

Kureha tira de la correa y las pezuñas de Chopper se arrastran por la alfombra, dejando marca.

—Hale, nos vamos —Sanji sigue en la cocina, recogiendo la mesa, así que aúlla:— ¡Estaba todo muy bueno, maricón!

—¡Gracias, vieja de mierda! —le responde éste a voz en grito.

Ella esboza una sonrisa mellada y se dirige hacia mí.

—Ha sido un placer conocerte, Vivi. Y me gusta tu vestido.

Me lo miro, avergonzada.

—Gracias. —Me gustaría decir que es de Sanji, pero me callo. 

—Nos vemos —se despide, y como un torrente, sale y cierra la puerta.

El sonido de un trasto caer nos despierta a todos.

—¡Ya voy a ayudarte, rubita! —se espabila Zoro.

Nami me mira, como contagiada por el rastro de confianza que ha dejado Kureha, cuando nos quedamos solas.

—No te irás a marchar, ¿verdad? Ya es tarde.

Desde la cocina escucho como Sanji le dice a Zoro deja ésta y empieza a sonar en la radio una canción de Edith Piaf. 

Y lo cierto es que no, no me apetece irme.

—Si me hacéis un hueco... —pido, con timidez.

Ella sonríe.
Y es la misma que la de la foto.
Pequeña y brillante, como la luz de un faro.

—Por supuesto. Siempre que quieras.





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