CAPÍTULO 11

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Su madre estaba enferma. Mamá se va a morir, se dijo. Debía de llevarle unas flores.

Al final del mercado, en un carrito ambulante, resplandecían las favoritas de su madre. La calle estaba llena de gente, las veía a través de todos los cuerpos. Un ramillete formado por cinco flores, unidas por un cordel, blancas, sin ninguna mancha en ellas.

Su pelo gris ratón se estaba cayendo y podía morirse en cualquier momento. Debía de llevarle unas flores.

Las robaré, decidió. La gente roba para sobrevivir.

Una vez la vieja se dio la vuelta, se acercó agachada. Se arrodilló frente al puesto, en una esquina. A sus once años era una cría desnutrida con la piel sin brillo. La gente que pasaba la miró con recelo. Ella, ajena al resto del mundo, tenía miedo de que la pillaran. El miedo le resultó, irónicamente, beneficioso, ya que sus sentidos solían agudizarse cuando era presa de él.

Extendió un brazo huesudo hasta el ramillete y lo apartó con rapidez. Miró hacia los lados para comprobar que nadie iría a gritar.

Ella no tenía ningún secreto. Una madre sí, tan enferma que parecía inmortal (pero no lo era). Tenía un plan. En primer lugar, sacar su mochila. Una de cuero y pequeña, donde guardaba la navaja buena y el cuchillo de montaña. Deshizo el nudo y sostuvo las flores con la boca, para hacer un hueco donde pudiera guardarlas.

—¡Tú! —bramó la vieja, que se había dado la vuelta.

Todo se volvió un inmenso campo de exploración, el descubrimiento de un territorio salvaje.

—¡Devuélveme eso! —ordenó, todavía detrás del mostrador.

Estaba muy gorda; no iba a correr.

Analizó la situación como un perro de caza.

De frente, un hombre alto y fuerte se acercaba. Iba a por ella. Valoró su fuerza y resistencia de forma realista, abrazada a la mochila. Era rápida, pero a falta de proteínas estaba empezando a perder músculo. No importa; podía huir lejos y luego llegar a pie hasta casa.

Salió corriendo, sin mirar atrás, dejando a la vieja blasfemado al aire.

Nadie fue tras ella.

Extrañada, se detuvo tras los barriles de vino vacíos. Ese hombre, a simple vista tan adinerado, con los pantalones lisos y limpios, una blusa y un chaleco por encima, le tendía a la vieja unas monedas.

La anciana se dio la vuelta para mirarla, aún enfurruñada.

Avergonzada, se agachó tras uno de los barriles. A toda prisa, casi desesperada, sacó las flores de la mochila y las miró de cerca. Sintió que, mágicamente, habían adquirido un brillo vibrante.

Se las había pagado con su dinero y, sin embargo, sintió como si hubiera recibido una bofetada en la mejilla.

En cualquiera de los casos, las lágrimas brotarían sin que ella quisiera.

A través del ojo de buey que tenía el barril, por dónde en su día había corrido el vino, observó como el hombre recorría con la mirada el mercado.

Se sintió mal; sabía que la estaba buscando.
Además, tenía que darle las gracias.
No sólo le había pagado las flores, también, gracias a él, se había librado de un buen castigo.

Soltó un suspiro tembloroso.
Se puso en pie, saliendo del escondite, y gritó:

—¡Oye!

Se giró levemente. Se había encendido un puro y se fijo en sus manos, cuyos dedos calzaban unas gemas de colores. Probablemente uno de esos anillos —solo uno— podía quitarle el hambre de todo un invierno.

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