CAPÍTULO 5

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Me mira desde la mesa con diversión, mientras yo no paro de abrir y cerrar los cajones en busca de los filtros para la cafetera.

—¿Quieres explicarme qué ha sido eso? —pregunta Sanji con una risa contenida.

Cierro un cajón con rabia, haciendo temblar los cubiertos que hay dentro.

—Es una larga historia —lo vuelvo a intentar con otro armario y, encontrándome con tremendo percal, añado, entre dientes—: Tío, menudo desorden de cocina.

—No me cambies de tema. —Encuentro los filtros, abro con cabreo uno y meto el café a violentas cucharaditas. Sin la necesidad de mirarle, noto cómo Sanji adopta esa pose coqueta, con la barbilla sobre ambas manos, y dice—: Puedo escuchar.

Me recuesto sobre la encimera, que está fría, extrañamente reconfortante, y Sanji se topa con una fulminante mirada.

—¡Es que no lo sé! —se excusa alzando los brazos— Ha sido... Raro. Te encuentro con cara de acelga y luego, vas y no me hablas durante todo el trayecto de vuelta a casa. Nami, en serio, ¿qué ha pasado mientras yo estaba dentro?

Pongo los ojos en blanco, porque a Sanji no le puedo ocultar nada.
Lo sabe cuando me siento a su lado.
Lo sabe porque es como mi madre.

Deslizo una taza hacia él.

—Tú, que ni siquiera tomas café por la noche —añade con picardía, para tener más razón.

Revuelvo el mío con cansancio.
No sé si es por la hora, por todo lo que hemos caminado, por no tener noticias de Nojiko o por haberla visto de nuevo; y que haya desaparecido ante mis narices. Otra vez.

Miro hacia la ventana, donde pusimos unas anémonas japonesas muy monas. Estoy rehusado las lágrimas, esas que llevo aguantando todo el puñetero día.

—Puedo —repite Sanji lentamente, con los labios en la taza—, escuchar.

Corría por la plaza de la Concordia, con la mochila volando en su espalda, y tratando con fuerza de que el paraguas no se le volase. En algún momento del día, el cielo gris de París se había derrumbado, soltando una llovizna casi agresiva sobre el centro de la capital.

—¡Vamos, tardona!

—¡Ya voy! —aulló a la otra niña, que llevaba el abrigo empapado y el flequillo pegado a la frente— Es que... el paraguas... se me da la vuelta —se metió en un portal, decidió cerrarlo y en su lugar, echarse la capucha encima. Su hermana volvió a gritar— ¡Qué ya voy!

Salió del portal y volvió a la acera, cruzó la calle sobre sus katiuskas y corrió tras su hermana.

—¡Cuidado con los...

Un coche pasó a toda velocidad por su lado, la caló de arriba a abajo y se quedó mirando incrédula como desaparecía entre la ciudad.

—¡Ay! —chilló.

—... los coches —terminó de decir, partiéndose de risa al ver a la pequeña tan mojada.

Corrió para pegarla, por reírse de ella delante de todo el mundo. La carrera duró hasta el final, cuando la más mayor empujó la puerta y Nami entró detrás de ella, ambas gritando y armando alboroto como una locomotora atravesando una tienda de porcelanas.

—¡Nojiko! ¡Nami! —su madre se dio la vuelta. Iba vestida con un camisón y unos pantalones de campesino, con los pies completamente al aire —¡Pero si estáis caladas!

El pelo de Nami era una cortina perfecta de color naranja. Mientras se lo despegaba de la cara, escuchó como Nojiko daba una explicación:

—Sí, es que hemos venido andando. No ha sido la mejor decisión —reconoció avergonzada.

—Bueno, da igual. Venid aquí, quiero enseñaros algo —dijo Bellemere con alegría— Ven, Nami, deja el paraguas ahí.

Lo soltó sobre la alfombra de la recepción. Llegó caminando lentamente, agotada por la carrera. Su madre la cogió de la cintura y la estrechó contra ella y su hermana, e indicó con la barbilla que alzase la vista.

—¿Es bonito, eh?

—Hala —suspiró Nojiko, sin apartar la vista del cuadro— ¿Quién es?

Aunque tuviese su edad, la niña del cuadro parecía una chica mayor.

—Lo pintó Sir Cocodrile. Tenemos toda su colección en el museo — proclamó Bellemere con orgullo— Es guapa, ¿verdad?

Nojiko asintió con énfasis.

—Muy guapa —extendió un brazo delgado hacia su vestido—. Me gusta su ropa, pero, ¿por qué lleva una flor en la boca?

—¿Tú qué dices, Nami? Estás muy calladita —su madre le dio un cariñoso apretón en el muslo.

—Me gusta mucho —contestó con solemnidad, siendo completamente sincera.

En cierto modo, sentía que aquella niña se reía de ellas.

Estaba ahí, mirándolas desde arriba, hecha con pinturas de mil colores y unos pinceles que, caricia a caricia, la habían retratado en un simple lienzo como lo que era: una ninfa preciosa e inmortal.

Aunque su madre fuese dueña de ese pequeño museo, Nami no era una consumidora cultural muy voraz.

Vale: tenía pinturas en su habitación, cuando bajaba a desayunar al departamento y al atravesar los pasillos para ir a clase. Conocía varios pintores y le gustaba mucho Los Nenúfares, ese cuadro tan pesado por el que la mayoría de los turistas venían allí.
Muchas veces pensaba que eran muy bonitos.
Otras veces, que eran muy feos.
(Y entre nosotros: que hasta ella podía hacerlo mejor).

Pero nunca le importó que se llevasen los cuadros a los que, la mayoría de veces, ni siquiera había prestado atención.

Por eso la niña de la flor en la boca fue mala.
Porque revolucionó las sensaciones que le producía una pared.
Porque le obligó a admirarla.
A parar la vista, a esperar a que le hablase.
A interrumpir el transcurso febril del tiempo de una niña en un solo vistazo.

Porque un lunes a las siete de la mañana, cuando Nami ya se había acostumbrado a su presencia, atravesó el pasillo bajo una luz dura y se dio cuenta del vacío en la pared.

Fue mala.

Porque ella le hizo compañía, y la niña se marchó sin avisar.

como flores para holanda | one piece | naviDonde viven las historias. Descúbrelo ahora