CAPÍTULO 14

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La llevo a la Estación del Norte lo más rápido que la moto de Zoro me lo permite. Aunque no conduzca desde hace un tiempo, soy capaz de negociar las curvas y el no ir vestido de mujer me permite, a duras penas, avanzar por el tráfico de luces en un día terrible de viento, porque solo al puñetero Dios Eolo se le ocurre aparecer hoy, hasta ahora, el día más fortuito de mi vida.

Gritando como una puñetera loca, ese aullido semisólido, un trozo de tela rasgándose al final, había sido desolador. Nami era una niña, mi niña, y claro que la niña, naturalmente, tiene sus motivos para llorar. Pero ¿dónde están sus padres para que deje de hacerlo?

Pues llevándose al amor de su vida lejos, vete tú a saber a dónde, sin saber la razón ni el acto moral de todo esto.

A escasos metros de La Gare du Nord, Vivi casi salta de la moto, y a mí me da un vuelco el corazón. Sale corriendo hacia el interior, y antes de perderla de vista entre una miríada de viajeros, gruño mientras aparco el trasto en condiciones:

—Espera un poco, Santo Dios.

Ella sigue, sus piernas se mueven con velocidad y los dedos morenos y finos se agarran con fuerza al asa de la bolsa de viaje.

—Todavía faltan cinco minutos para que llegue —le digo, cuando consigo alcanzarla— ¿Ya estás más tranquila?

Pero la elegancia artificiosa de su postura, la rigidez de la mandíbula, su solemnidad y su coleta alta y plateada me dicen que no lo está. Nunca la he visto así, y no me gusta.

—Mira. No sé que narices ha pasado entre Nami y tú, pero te he traído hasta aquí en moto, que hace un viento de cojones. Por lo menos podrías darme las gracias.

No me puedo creer que eso haya salido de mi boca. Aún así, es lo que siento: ella no es la misma chica a la que le agradecí haber traído a medio París a Le Calbar y salvar el negocio del jodido Zoro. No es la misma tía a la que presté mis vestidos durante todo un mes, y me sonreía, me daba las gracias sin parar.

—Es que no deberías de haberme traído.

El silbato del tren suena por encima de nuestras cabezas. Me giro hacia ella.

—¿Qué?

—Ya está aquí.

—¡Vivi! Podemos volver si quieres. Puedo...

Da un paso, y con el se diluyen los dos planos superpuestos, la retratada y la puerta gris del vagón. De la misma manera que ese italiano traumado aplica su gran descubrimiento (esto lo sé por Nami), se esfuma. Sin embargo, soy incapaz de moverme, de ir tras ella, porque Vivi transmite una sensación de monumentalidad demasiado grande para alguien que no sabe de arte como yo. Es incomprensible ante mis ojos. Pero tengo que despedirme de ella. Como si fuera un cuadro, tengo que mirarla muy fijamente y sin parpadear.

¿Me puede multar la autoridad por llevar empujando por todo París una moto destartalada? A la mierda. Después de esto, yo ya no tengo fuerzas para nada.

No sé cuanto tardo en llegar a nuestro piso. Me encuentro a Zoro sentado en el porche, y siento como si llevara esperándome allí toda la vida.

—No he podido hacer nada para evitarlo. Estaba fuera de sí. Y todas flores, ahí arriba. No sabía qué cojones hacer, de verdad —me dice, sin levantar cabeza.

Espero. Respiro. Todo esto es una plasmación de lo sencillo. Las dos grietas idénticas siguen en la madera de sus tobillos. Intento notar esa conductividad eléctrica que desprende por cada centímetro de su cuerpo.

Espero a que diga algo más, sin soltar la moto.

—Lo siento.

Espero un poco más. Porque todo esto tiene que ser una broma de muy mal gusto. Porque Nami no ha podido irse. Porque Zoro será gay, pero no es un maricón como yo que se pone a llorar en medio de la calle.

Mierda.

En un impulso, se sitúa junto a mí, y me rodea con sus brazos, atrayéndome hacia él. Puedo oler el cuero de su chaqueta, el aroma cálido y familiar del acero; y cedo al abrazo, sepulto el rostro en su cuerpo, dejando que una vez, este mal padre, este patético e irresponsable padre, sea el consolado.

—Qué he hecho, Zoro. Qué he hecho.






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