CAPÍTULO 7

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Se reclina, enciende un cigarrillo y da una calada de manera dramática.

—Así que sois amigos de Vivi —dice, después de colgar.

Tiene las piernas largas, elegantemente cruzadas.

El Dollhouse está casi vacío, y ahora, a primera hora de la mañana, se respira un aire sereno. Las luces todavía no están encendidas, y sólo hay unos pocos hombres, sentado con las tazas vacías y mirando con la vista perdida a través de las ventanas empañadas por el frío.

—No exactamente —contesta Sanji por mí—. Necesitamos hablar con ella.

Suelta un ¡Já! tan fuerte que algunos clientes se giran para ver qué pasa.

—Lo sabía —dice con mordacidad. Alcanza un cenicero—. Siempre he pensando que Vivi era esa clase de persona que escondía algo.

Después de oírlo por primera vez, su nombre retumba en mi cabeza como la receta de un hechizo: Vivi, Vivi, Vivi...

No se me habría ocurrido uno mejor para ella.

La bailarina de piernas bonitas da un golpecito al cigarrillo para sacudir la ceniza.

Mira a Sanji con interés.

Estoy acostumbras a ir con él y que llame la atención.
Digamos que así, maquillado y con sus vestiditos de seda, resulta un tipo un poco gay.
Bueno, descaradamente gay.

Por instinto, ambos nos preparamos para escuchar algo ofensivo —parece que los insultos le van incluidos en el contrato de vestir como mujer.

Pero lo que llega no es algo ofensivo.

La chica se echa hacia atrás, y dibuja un anillo de humo en el aire, tranquilo.

—¿A ti también te sirve para ganar autoestima? —pregunta, aderezando el comentario con una sonrisa.

No sé de qué habla, hasta que Sanji suspira aliviado, sonriendo con unos labios rojos y brillantes, como los de ella.

Llama a la puerta.

La niña —o ahora debería decir: chica— del jazmín lleva su larga cascada azul Majorelle cayendo sobre una holgada camiseta gris.

Lleva las piernas desnudas. Son proporcionadas y morenas, un poco más claras por algunas zonas donde, en un pasado, debió de crecer una corteza y no brilló el sol.

Hay simplicidad.
Hay algo especial en ella, como también lo hay en el viento del verano.

—Hola —saluda, agitada.

Hancock se acaba el cigarro con una larga y hambrienta calada.

—Tus cosas están aquí —señala detrás de la barra.

Descruza las piernas y le alcanza las cosas.
Vivi carga con todo su vestuario.
Hasta lo que puedo ver, hay un montón de brillantina y pedrería.

—Y tu bolso.

Es pequeñito y de color malva, con la correa de cadenas. Vivi se lo mete por la cabeza, aliviada.

—Gracias —se queda en silencio, sus palabras flotando como luciérnagas en suspensión—... Esto...

—Hancock —termina ésta, echando su taburete hacia atrás. Nos mira y nos dedica un saludo militar—. Soldados.

Y se marcha, dando pasos largos y ágiles sobre sus excelsas —y preciosas— piernas.

Vivi mira abatida a su alrededor.

—Es increíble no conocer ni a tus compañeras de trabajo. Eso dice mucho de ti. O del ambiente —suelta una risita con desfachatez—. En fin, simplemente... Creo que este no era mi sitio.

Sanji y yo la observamos con atención.

—Por lo menos tengo mis vestidos —se consuela a sí misma.

Luego guarda silencio.
Se está preparando para el baño de incómoda compasión

Tenerla ahí delante, en carne y hueso, me llena de valentía.
Y de repente, me acuerdo de Nojiko hablando de Matisse, que le había hecho querer viajar a Moscú y a Marruecos. Me acuerdo de los naranjos en el jardín de las Tullerías. De mi padre esperando a mi madre en el atril de la iglesia, y de ella vestida de blanco y con ramo de flores de Bélgica.

Me acuerdo de los nenúfares azules y difusos, y de los girasoles.
De mis días sin comer, queriendo deshacerme de los tallos globosos y terminando con grandes surcos meridianos de pétalos violetas bajo los ojos por el insomnio.

La veo como una flor blanca que sólo crece en climas cálidos, rodeadas de rosas rojas, trepando sin rumbo por una pared de alabastro, arrecida por el frío.

Quiero llevarla conmigo, a los jardines de Holanda donde hay ríos de tulipanes, para que vea que hay más allá de la superficialidad en maceta.

Me acuerdo del diario que escribí con once años, dónde hablaba de ella y me perdía en su oasis de claroscuros y color.

Tengo esperanzas. No quiero perderla de nuevo.

Está decidido.

Hablo por primera vez en lo que lleva de día:

—Creo que puedes seguir dándole uso a tus vestidos.

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