CAPÍTULO 13

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Los días van sucediendo, haciéndose cada vez más grandes y dulces como una almendra rosa, y suena una música de lo más agradable. Este día es Non, je ne regrette rien de Édith Piaf. Con esa voz tan bonita... suena tan dichosa y llena de amor. Ay, la entrañable y desafortunada Édith Piaf y su La vie en rose que ponía Sanji a la hora del desayuno.

Yo, Nami, me había pasado años despilfarrando mis días, menospreciando el presente. Pero ahora, esta pobre planta sin raíces se había enganchado, bajo las sábanas, a sus tobillos. El sueño se ha quedado atrás, las noches a lo padre primerizo en las que no pegaba ojo ya no existen. ¡Se han ido! Ahora descanso en su cintura y me refugio detrás de sus rodillas, en sus hombros y brazos, entre los dedos de las manos, alrededor de la clavícula y en el nacimiento de su pelo azul cielo.

Todos los viernes pedimos una pizza margarita y la acompañamos con un Bourgogne y dos botellas de vodka Grey de las grandes, mientras vemos una serie española subtitulada en el sofá.

Escalamos el monumento, y se le hincha la falda cuando llegamos al tercer piso. Vamos a Le Gran Rex a ver una película. Nos sentamos en un parque y el allí dónde descubro que Vivi es, con muchos defectos y virtudes, la solución a mi soledad.

No sé cuánto tiempo pasa.

Vivi está en la entrada. Me fijo en que lleva un abrigo lineal y oscuro, con adornos de plumas negras en los puños, y entonces se me desata el sentimiento de tristeza que te invade cuando se escapa el verano.

—Te ruego que me disculpes, pero me marcho —dice inmóvil, como si no hubiese esperado encontrarse con Sanji y conmigo.

Todavía tengo los matices de pimienta, regaliz y piñas de pino bailando en la boca del beso que me ha dado esta mañana.

—¿Qué estás diciendo?

Intenta responderme, pero le falla la voz. Sin poder evitarlo, me acerco más, con aire de amenaza.

—¿Cómo que te marchas?

—Nami —acierta a decir con voz desfalleciente—. Tengo que coger el tren.

Advierto en su rostro un manuscrito antiguo que conserva huellas de un llanto anterior. Se dirige al rubio, evitando mi mirada; un latigazo de indiferencia que me duele.

—Por favor, Sanji, vamos. Me gustaría llegar al que sale a y cuarto, si es posible.

Mi voz alcanza una tonalidad incómoda, casi desesperada:

—¡No, Vivi, no puedes marcharte así! ¡Esto es ridículo! ¡No entiendo nada!

Agarra su bolsa de viaje con tanta fuerza que la sangre le desaparece de los nudillos.

—¿Con que ridículo, dices? A ti todo te parece ridículo, Nami. Para ti todo es ridículo porque te hace sentir incómoda.

—¡Eso no es verdad!

—Chicas —dice Sanji.

—Eres una egoísta, ¿sabes? Crees que eres valiente, pero sólo eres una cobardica. Una cobarde que cree que se las puede apañar sola y por eso prefiere no pedir ayuda —sentencio luchando por contener las lágrimas.

Como sus suaves rasgos crispados en una mueca infantil de frustración, Vivi pasa por mi lado, empujándome.

—No. Ya sé que no puedo; y por esa razón me marcho —intento retenerla, con el rostro roto por la angustia.

Sanji me coge cuando mi intento resulta inútil, y me rodea con el brazo. Y yo no entiendo nada, pero me está impidiendo mi propósito, está dejando que ella huya, me está arrebatando la primavera.

—La llevaré a la estación. Quédate aquí, Nami —me susurra, y entonces rompo a llorar, porque no le encuentro ningún sentido a todo esto.

Así que sólo me queda aullar, incapaz de hacer algún otro movimiento.

—¡Te quiero de verdad, Vivi! —grito— ¡Te quiero muchísimo! Por favor, no...

Se ha ido. Es algo familiar y a la vez tan increíble que no sé cómo reaccionar después de haber llorado a ríos y a mares, y chillar con y por ella como una niña pequeña.

Tardo un rato en recomponerme.
Empujo la puerta, ya abierta, apenas sin fuerzas.
Suelto un suspiro.
En mitad del salón, lo veo:

Una paquete de un marrón sucio casi tan alto como yo, estrecho y cerrado.

Parezco un cervatillo asustado cuando me acerco a él y no descubro ninguna etiqueta que indique el remitente. Está cubierto de cinta aislante.

Lo empiezo a despegar, al principio un poco agotada.
Más tarde, con fuerza, con dolor, con rabia.

Y en su interior descubro una explosión de colores. Colores vivos, colores singulares, que solo puede contener un paquete hasta arriba de flores.

Lo tiro al suelo. Cae sobre la alfombra como un toro derribado y escupe campanillas moradas, claveles pálidos y corazones de vírgenes.

Observo las flores, maravillada. Transcurren los años, pero las relaciones de odio, rivalidad o complicidad entre hermanas se reproduce, exactamente igual que en la infancia. Nosotras las reconocíamos todas: lantanas, lirios y narcisos.

Era muy capaz de no pronunciar palabra y confiar en que me las compusiera sola y adivinara por mi cuenta qué actitud tomar para ayudarla. Pero tiene que haber algo, tiene que haber una pista.

Busco en las paredes de la caja.
Empiezo a llorar.
Un arroyo que no llega a más, aunque esté desbordada y me duela la cabeza.

La casa está llena de flores. Y yo, por primera vez, completamente sola, encuentro algo. En la parte de abajo, en la esquina derecha, el lugar donde me esperan Vincent van Gogh, Piet Mondiran, Rembrandt y Vermeer. Y entre todos ellos, donde también me aguarda mi hermana.

Volendam, Holanda.

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