CAPÍTULO 3

236 37 21
                                    

Es sábado por la mañana.
Como dos autóctonos ejemplares, Sanji y yo hemos bajado a Bread & Roses y hemos pedido chocolate caliente, zumo de pomelo y uvas para desayunar. 

Sanji me vuelve a poner la revista delante de las narices.

—¿Y qué opinas de este vestidito amarillo de gasa con volantes, tipo deshabillé?

Hundida en mi bufanda verde, unto la mermelada en la miga blanca virginal del pan, aún humeante del horno. Me encojo de hombros, porque no tengo ni idea de lo que es el deshabillé. Doy mi primer mordisco y mastico con saña. Sanji se cruza de piernas, pasando de hoja, y ante mi silencio añade, pensativo:

—Pues a mí me gusta.

Hace un frío de cojones, y la camarera nos saca las uvas a la terraza. Nos las sirve apiladas en un cuenco, redondas y perfumadas, y vuelve adentro con celeridad.

Me inclino para coger una.

—Espera —me detiene Sanji, elevando su móvil sobre nuestras cabezas.

Ay, joder, ya empieza con el condenado Instagram.
Aburriendo a sus seguidores con trivialidades como cuál es su desayuno y dándose Me Gusta a sus propias publicaciones.

Lo pienso, y me parece ridículo.
Se da por entendido de que si subes una foto, es porque te gusta.

—Ya está, ya puedes comer —dice el rubio tranquilamente, volviendo a recostarse en la silla. Me señala con la barbilla, sin apartar la vista de la pantalla del móvil— ¿Has traído las fotos?

Me palpo la bandolera.

Anoche imprimí un porrón de copias donde aparecía su cara y un número de teléfono con el que podrían contactarse con nosotros en el caso de haberla visto.

Estoy mirando la caída de sus ojos, dándome cuenta por primera vez de lo guapa que es y de lo poco que nos parecemos, cuando las ruedas de una moto blanca chirrían sobre la acera.

El conductor se levanta el casco, descubriendo una cabellera tan verde como los jardines de Monet.

Según Zoro, el novio de Sanji, una moto es lo mejor que puedes tener entre las piernas después de a alguien haciéndote una mamada.

Como soy la más pequeña, voy sentada entre la pareja.
Siento que voy a despegar de un misil y lo estoy pasando un poco mal.
Llevo la cara envuelta en la bufanda y me la bajo un poco para chillar:

—¡Ten cuidado, joder! —pero el aire es tan frío que me hace daño en los pulmones.

Detrás de mí está Sanji, retocándose el pintalabios. Ni él ni su pañuelo anudado al cuello, ondeándose a la gracia, parecen darse cuenta de la velocidad a la que vamos.

Pero así es Zoro, solidario y acompañado por el mundo de las dos ruedas, y despreciado y puteado por el tráfico de París.

Nos hace el favor de llevarnos de un lado a otro, primero para denunciar en comisaría y segundo para pegar la cara de Nojiko por toda la ciudad: oficinas de correo, bancos, farmacias, bibliotecas, iglesias y atracciones turísticas.

Después, casi sin darnos cuenta, nos pasamos toda la mañana y gran parte de la tarde recorriendo los Campos Elíseos a pie, preguntando en bares y restaurantes, por una joven alta y delgada, llena de tatuajes y con el pelo azul.

Les muestro a incontables personas su foto porque desde luego, Nami, tonta Nami, qué te crees.

¿Qué no hay más chicas con la melena color cielo en este vorágine de ciudad?

El viaje de vuelta a casa se me hace más agradable.

Sanji ha guardado el pintalabios y los tacones en la maleta y se sienta detrás de mí.
Zoro conduce ahora más despacio.
O quizás soy yo, que ya me he acostumbrado a la moto.
Pero desde luego que desde aquí, veo todo distinto, como vería distinta la costa desde un barco.

Está anocheciendo y todas las luces me recuerdan a un cuadro de impresionismo, con sus pegotes pequeños y endurecidos en un fondo borroso.
Me abrazo a Zoro, y en un instante en el que él inclina su cuerpo para coger una curva, alzo la mirada para toparme con el gigantesco andamio en el que tan pocas veces me fijo.

Le arrojo palabras.

Cariño.
Luz.
Jodidos turistas.
Anochecer.

Creo que la mitad del camino lo hago con los ojos cerrados y la otra mitad llorando, no sé si por no estar acostumbrada a esto, o por no poder guardar este momento para siempre.

Mierda.
¿Desde cuándo eres tan sensible, tonta Nami?

como flores para holanda | one piece | naviWhere stories live. Discover now