Prefacio

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El cielo está cubierto por tonalidades grisáceas. En ningún momento esperé que fuera un gran día. La verdad es que este clima apenas es una breve representación de mis sentimientos. A veces pienso que Dios sabe darle un buen estilo a cada instante. Solo hace falta alguna canción melancólica de fondo y ¡zas! Una película con género dramático.

Miro a mi alrededor. Hay parejas que esperan ser atendidas y un par de ancianos amargados discuten por la partida de ajedrez que tienen sobre la mesa. Voy imaginándome la historia de cada uno; algunas buenas, otras malas, y me pregunto: ¿acaso alguien está más jodido que yo? Luego vuelvo a contar las espesas gotas que se deslizan en el gran ventanal de esa pequeña cafetería a la que solía ir. «Uno, dos, tres, cuatro, cinco...» Maldita lluvia.

Mis manos rodean la taza caliente repleta de café amargo, quizás eso pueda quitarme los nervios. Al poco tiempo, el sonido tan molesto de campanas chocando unas contra otras, llama mi atención. Por algo más que costumbre, dirijo mi mirada hacia la puerta principal y lo veo. Su cabello castaño está húmedo y dividido en mechones gruesos que se pegan a su frente. Sus ojos chocolates, muy parecidos a los míos, me miran con alegría y a la vez con nostalgia, imaginando lo peor después de haber recibido mi llamada de emergencia.

El movimiento paulatino de su respiración me dice que la calma que posee no se ha apagado con el paso de los meses sin comunicación. Sigue siendo él, el mismo Thomas que me ayudó a crecer. Mi hermano es, y siempre será, el vivo retrato de mi padre, de eso no cabe duda.

Basta con elevar las comisuras de mis labios y mover los dedos, para que comience a moverse lentamente, como si sospechara de la situación y tuviera miedo de lastimarme más de lo que ya estoy. Camina con tanto cuidado que podría pasar desapercibido. Seguramente es un don de nuestra familia.

De un momento a otro, su cuerpo húmedo y delgado, está frente a mí. Con sus dedos finos, largos y pálidos, toma el respaldar de la silla, la jala y termina cayendo como el macho alfa que cree conocerme desde que nací. Sacude su cuerpo, tan parecido a un perro recién bañado, y quita la taza de mis manos para tomar un trago largo.

Cuando baja la taza, exhala dramáticamente.

— Vine lo más pronto posible.

Cruza sus brazos sobre la madera fría y frunce los labios por lo caliente que está mi bebida. Lo conozco muy bien, no solo por ser mi hermano, sino, también por ser ese apoyo incondicional que estuvo para mí por muchos años. Sé que está nervioso de lo que yo podría confesar en esta tarde grisácea, y estoy consciente de que, al menos con él, no quiero perder la imagen noble, honesta e ingenua que creo todavía mantener. Me da miedo. Hoy todo me da miedo, pero necesito desahogarme porque dentro de mí hay un remolino de emociones pidiéndome a gritos que confiese todo lo malo que he hecho.

— Gracias, Thomas.

Mantiene la vista fija en mi rostro.

— Te veo más delgada de lo que sueles ser, ¿has estado comiendo a cómo debes?

— Lo suficiente para sobrevivir.

Retomo la taza y, antes de darle el primer trago, soplo para enfriar el líquido. Pero eso es solo un vago intento de alargar los segundos, o quizás minutos, y de esta manera evitar recordar todo lo sucedido

— Comer lo suficiente me suena a que has estado demasiado tiempo con la abuela, su amor y paz, y las mil ganas que tiene de comerse al jodido mundo en vez de un trozo de carne jugoso.

— ¡Qué va! — levanto la vista — La abuela prepara unas hamburguesas que matan de un infarto a cualquier vegetariano y tú lo sabes. Además, no hay abuela en este mundo que te deje morir desnutrido. Primero un ataque al corazón antes de ser un delgaducho débil.

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