Capítulo 11

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La cafetería de Don Juan es una de las más populares de la zona. Y no, no lo digo porque sea mi trabajo de medio tiempo, lo digo porque es verdad. Alrededor de diez clientes concurren todos los días en los mismos horarios, aparte de los que suelen llegar por casualidad. Podría decir que esas personas vienen a admirar el diseño del local, pero a más de una le he visto llorar mientras toma un café caliente y ganar otro de consuelo como regalo de la casa. Consecuencias de la soledad, supongo.

Comencé a trabajar en la cafetería hace un par de años, justamente el día que me di cuenta que papá necesitaba ayuda para pagar mi universidad, mis pinceles y demás cosas. Y una tarde de verano, conocí a Don Juan.

Don Juan es el dueño de la cafetería desde que su padre, Don Juancito, murió por comer una galleta de chocolate y ahogarse con la misma por no haberla masticado bien. Una pérdida muy grande para toda una familia. Desde ese día él tomó el mando; y, por supuesto, ordenó detener la preparación de las galletas de chocolate. Confió plenamente en mí, tanto que me dejó practicar las técnicas de pintura en una de las paredes de la cafetería, y estuve tan agradecida por la oportunidad, que decidí quedarme por mucho tiempo más.

Tengo dos compañeras que han estado conmigo desde un principio y me han apoyado, a pesar de ser totalmente diferentes. La primera es una anciana llamada Gilberta. Ella es muy tranquila, risueña y ama atender a los hombres porque es la oportunidad perfecta para escribir su número dentro de las tazas. La segunda es Gabriela, una chica gótica que siempre anda un dildo dentro de su bolso. Mi curiosidad me llevó a preguntarle ¿por qué? y un día me contó su estúpida historia. Todo comenzó cuando intentaron asaltarla y ella misma se roció gas pimienta por los nervios. Los asaltantes, por pena y lastima, la dejaron en paz. Incluso, le dieron parte del dinero que habían robado para que fuera al hospital.

La cafetería de Don Juan, sin duda, ha sido como un segundo hogar para mí.

Gabriela me da un golpecito en el codo, señalando un punto en específico al otro lado de la barra. Es Gil, y está escribiendo su número dentro de otra taza mientras mira a un anciano de más o menos su edad. Es muy común verla haciendo eso. Y aunque suene loco, la mayoría de las veces le funciona, pues su vida sexual es más aventurera que la de cualquier joven que haya conocido.

— Apuesto diez a que la llama.

Estiro un billete sobre la mesa y lo dejo debajo de unas tazas. Gaby mira el billete en forma de cuadrito que hice antes de venir al trabajo y pone otro billete.

— Apuesto veinte a que está a punto de llorar.

— ¿Por qué lo dices si está sonriendo?

Tarda una eternidad en contestar. Limpia un par de vasos y ya después se apoya con los brazos sobre la barra, viendo la escena frente a nosotras.

— Un sabio dijo que somos seres perdidos que suelen fingir sonrisas para olvidar tristezas y confundir amor con cualquier mierda. Y ese hombre está más perdido que tú y yo. ¿Lo notas o soy la única que de verdad ve más allá de las miradas?

— Creo que eres la única. — hago una mueca incomoda.

— No te preocupes, es la típica maldición de los humanos. Pocos pueden entender la realidad de un corazón solitario porque nos gusta ver lo que queremos.

Volvemos a Gil. Va caminando a su presa, moviendo las caderas como una modelo de pasarela y sosteniendo el café con la mano temblorosa, mientras el diseño de canela se derrama en el plato. Acomoda su cabello, blanco por la edad, y limpia el labial rojo que se ha corrido. Pone la taza frente al señor, le guiña un ojo y se devuelve a su lugar. Peculiar, sí.

El señor mira la taza con atención, tira el periódico a un lado y la toma con dos de sus dedos. Le da el primer sorbo, quedando con un bigote de leche y canela, y, posteriormente, vuelve a poner la taza sobre el plato blanco. Repite este movimiento varias veces hasta que se termina el café y, cuando lo hace, nota el número entre los restos. Se queda inmóvil, como una estatua, y yo comienzo a alarmarme. No estamos listas para verle morir gracias al regalito. Gil también está inerte, viéndole mientras remueve una tanga roja en su mano; ese es el recuerdo que siempre les da a los señores que anotan su número.

MENDAXDonde viven las historias. Descúbrelo ahora