🌻 Capítulo 3

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Girasoles.

Un enorme campo de girasoles se abre paso ante mis ojos, aunque la visión no es del todo nítida y luminosa. No puedo moverme a mi antojo, no puedo desplazar mi campo visual más allá, es como si no fuese dueña de mi cuerpo. Se escucha el viento pasar entre mi cabello y los pétalos de esas flores amarillas que me resultan tan bonitas y que me sumergen en una nostalgia tremendamente dolorosa. No se percibe ningún otro sonido que no sea el de la naturaleza en su máxima expresión.

A pesar de la ansiedad que creo que debería provocarme el no poder manejar los gestos e impulsos de mi ser, me siento completamente relajada y en calma. Siento la paz que se me ha arrebatado hace unos cuantos años, esa paz que tanto anhelo y que solo ella era capaz de trasmitirme. De inmediato, mis ojos se dirigen involuntariamente hacia un punto concreto.

Una mano menuda y femenina aferrando con suavidad una de las mías, mucho más pequeña y fina.

Un sueño que volverá, de un recuerdo que no se repetirá. Jamás.

Mis ojos se abren al instante, dejándome ver el techo blanquecino de la que antes era la habitación de mi madre. Respiro hondo y me estiro a lo largo de la cama mientras recuerdo las imágenes que han reproducido mi cerebro cuando estaba plácidamente dormida. Ese lugar era nuestro lugar.

Aparro las sábanas que envuelven mi cuerpo y deslizo las piernas por el colchón hasta que las plantas de mis pies tocan el frío suelo. Tras un largo bostezo, abro el cajón de la mesilla de noche que tengo al lado del cabecero de la cama y me mantengo unos segundos observando los únicos dos objetos que hay en él: una llave y un folio enrollado y atado con un fino cordel amarillo.

Es lo que me dejó mi madre antes de quitarse la vida, pero aún no me he atrevido a leer la carta. En cambio, sé que la llave pertenece a una de las habitaciones de casa. Está cerrada, sin embargo, tampoco he tenido la valentía de abrirla.

Cierro el cajón y tomo mi dispositivo móvil de la mesilla. Tras desbloquearlo y mirar la hora, me percato de que la alarma ha sonado un par de veces y ni me he inmutado. En otras palabras: llego tarde. Sí, otra vez.

No tardo en tirar el móvil a la cama y pagar un brinco para ponerme en pie. Corro como alma que lleva el diablo a la cocina para tomar algo rápido de desayuno y no tener que echar mano a los pasteles de la cafetería José, que ya tiene que estar harto de mí. Ayer por la tarde tuve la oportunidad de ir a hacer la compra, por lo que ya no puedo quejarme de tener solo las migas de los cereales.

En cuanto llego a mi destino, saco el cartón de leche de la nevera y una caja de cereales de uno de los armaritos del mueble superior. Cojo un puñado y me los meto en la boca. Después de haberlos mascado un poco, le pego un trago a la leche e intento que esa bola de alimento triturado pase por mi esófago sin problemas. Pero no lo consigo, ya que una pequeña parte se me acaba yendo por mal sitio y mi respuesta es toser como desquiciada para no morir.

—Vale... esto no lo vuelvo a hacer en la vida —me digo a mí misma entre tosidos.

Cuando me aseguro de haber tragado mi desayuno exprés, me dirijo hacia el cuarto de baño para atender todas mis necesidades de higiene personal. Después de diez minutos, vuelvo a la habitación y me visto con la ropa de ayer, la cual lavé nada más llegar a casa. Guardo mis pertenencias en la pequeña mochila y, luego de coger las llaves y la chaqueta, salgo disparada por la puerta. Cierro y me apresuro a llamar al ascensor repetidas veces.

Mientras espero a que el elevador llegue a la planta en la que me encuentro, me pongo la chaqueta y luego me echo una de las asas de la mochila al hombro para tener mejor alcance y guardar las llaves de casa.

Luna de mielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora