🌻 Capítulo 32

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Mis ojos repasan cada rasgo del rostro de Daniel en su foto de perfil, como si fuese a desaparecer en cualquier momento y tuviera que estudiarme su carita para no olvidarla nunca. Estoy segura de que, si eso llegase a suceder por cualquier motivo, ya no podría quitarme su imagen de la cabeza de todo el tiempo que he estado mirándola como tonta. Le ha crecido algo de barba y se me antoja cada vez más achuchable; me provoca abrazarle y no soltarle por nada del mundo. Ya ansío que sus iris de un gris azulado se vuelvan a mezclar con los míos en una de esas eternas miradas en las que ya nos habíamos visto envueltos con anterioridad, esas que desprendían comodidad, cariño y en las que sentía que estaba en mi hogar.

Me relamo los labios, respiro hondo y comienzo a teclear un primer mensaje, con la esperanza de que él lo lea y me quiera contestar. Borro y reescribo el pequeño texto un par de veces, no estando conforme con ninguna de las formas de saludarle que he escrito. Al final, opto por ponerle que soy yo y que quiero hablar con él, no obstante, el mensaje no llego a mandarlo debido a un grito que me saca de golpe y porrazo de mi acción.

—¡Wendy, el móvil! —grita mi jefe cerca de mí.

Es tan grande el susto que me pego, que termino por escribirle cosas sin sentido al final de la frase. Aparto la mirada del móvil y pongo la vista en José, quien se encuentra al otro lado de la barra mirándome con las manos en sus caderas y un poquito enfadado. Es entendible, debería de estar trabajando. Lo siento.

—Dámelo, te lo guardo en tu mochila. —Extiende la palma—. Ya tendrás tiempo luego para mensajear a Dios sabe quién.

—Dame un segundo, solo quiero mandar un mensaje —pido y regreso la mirada a la pantalla del móvil.

Josito me lo quita de las manos y lo bloquea.

—Luego —recalca—. A trabajar.

—Sí, señor.

Cuando él se marcha hacia nuestra salita para poder dejar mi dispositivo donde corresponde, suelto un suspiro, salgo de detrás de la barra y me pongo a recoger las tazas y platos vacíos de las mesas para que otros clientes puedan sentarse.

Podría haber mensajeado a Dani hace unas horas, cuando volvíamos a casa después de la fiesta, pero era muy tarde y no quería despertarle si daba la casualidad de que a las tres de la madrugada estaba durmiendo. Por la mañana podría haber tenido ocasión también, pero como de costumbre, llegaba tarde y no he tenido tiempo ni siquiera de coger un puñado de cereales para ir comiendo por el camino. El momento que estaba utilizando ahora para hacerlo, era el único que tenía y tampoco ha podido ser. Espero poder hacerlo cuando llegue a casa o comenzaré a tirarme de los pelos hasta quedarme completamente calva. Soy vaga y torpe, sí, pero poco se habla de lo impaciente que soy para algunas cosas.

En fin, Serafín.

Una vez que he terminado de recoger todas las mesas desocupadas y poner las cosas sucias en la bandeja que llevo, me doy la vuelta y me encamino de nuevo a la barra para entregárselo a Catalina, quien hoy es la encargada de limpiar. Por mucho que le cueste admitirlo, está reventada y sé que tiene una resaca de tres pares de narices; su cara cabra me lo dice. Al menos, tengo la certeza de que anoche se lo pasó genial y que le daría exactamente igual volver a pasar un día de perros en el trabajo con tal de revivir aquellas horas junto a nosotros. Y Saray, sobre todo a Saray.

—Tengo ganas de llegar a casa y tirarme en el sofá, pero no puedo porque tengo que ayudar en la panadería de mis padres después —me comenta con cansancio—. Creo que liaré a Bruno para que vaya por mí.

—Te va a mandar a la mierda. Lo sabes, ¿no?

Un gruñido es todo lo que me da como respuesta. De acuerdo, ahora mismo Catalina muerde y es mejor no acercarse a ella; que malo es el sueño y las resacas.

Luna de mielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora