La burbuja

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Los pasillos del edificio donde vivían siempre fueron angostos y largos, tan largos que incluso corriendo a Martín le tomaba al menos cinco minutos desde un extremo al otro.

Las paredes eran blancas y perfectas, tanto así que no se atrevía a tocarlas con los dedos cubiertos de barro, a fin de cuentas, su madre lo sabría, ella siempre sabía todo y Martín no quería provocarla de nuevo, seguro que lo regañaría frente al conserje, que era un viejo agrio y malintencionado, con un diente menos y la piel llena de manchitas café y pelos blancos. No, nunca más. Aún recordaba con rabia la última vez que el viejo tuvo la osadía de arrastrarlo hasta la puerta, hablando todo el tiempo en gruñidos inentendibles y apestosos.

No, Martín lo recordaba demasiado bien como para querer repetirlo, así que se esforzaba en correr justo por el medio del pasillo, afirmando con fuerza la pelota de fútbol bajo su brazo, y si estaba dejando caer algo de tierra a su paso, eso nadie se lo podía achacar a él después. Había otros niños en ese piso, eran pocos, porque solo había tres departamentos en todo el gran, gran piso, pero había otros como él.
Estaba Luciano, en el 405, y él podría llegar cubierto de barro ¿Por qué no? Martín estaba bastante dispuesto echarle la culpa, y cuando el viejo lo agarrara, se iba a reír hasta que le doliera la panza, justo detrás de su madre, donde nadie pudiera acusarlo de nada más.

Al final del pasillo estaba su puerta, con sus números dorados haciendo contraste con el tono oscuro de la madera y el blanco imposible de las paredes, sin embargo, Martín no lograba acercarse, ni siquiera corriendo a máxima velocidad. Corrió hasta que respirar le dolía y sus piernas parecían estar quemándose, pero la puerta solo seguía alejándose más y más de sus manos. En algún momento había soltado el balón, y ahora podía escucharlo rebotar en el piso, perdiéndose detrás de él.

En alguna parte del pasillo estaba el conserje, no lo había visto pero lo sabía, así como sabía que en el momento en que mirara hacia atrás iba a haber terminado la carrera.
Su respiración hacía eco en las paredes, y mientras más largo le parecía el pasillo, más angosto se iba volviendo, hasta que sus brazos podían rozar casi las paredes. Ya no le importaba si las estaba ensuciando con barro o con sangre, Martín solo quería llegar al final del pasillo, que de pronto parecía demasiado pequeño para él.
Lo último que sintió antes de alcanzar el pomo de la puerta fue una mano tirando de él.

Su grito apagó todos los demás sonidos de su caída, y de pronto no había pasillo.

Le ardían los codos y las rodillas, pero al menos estaba en su habitación, toda pintada de celeste y plagada de posters y juguetes. Su pelota estaba ahí también, en el canasto de siempre, rodeada de otros juguetes que casi ni recordaba, y sus zapatos cubiertos de barro estaban tirados en distintas partes de la habitación, con los cordones amarrados todavía.

Si se concentraba, incluso podía escuchar a su madre llamándolo desde afuera, tocando su puerta una, dos, tres veces antes de alejarse, el sonido de sus tacones marcando cada paso.

Lo único que no podía hacer encajar en todo el cuadro era él mismo. Sus manos adultas intentando hundirse en la alfombra a los pies de su cama.

Martín despertó con la cara cubierta por las sábanas, y tan envuelto en la ropa de cama que le tomó unos segundos lograr salir del capullo de tela, sólo para encontrarse a sí mismo acostado en su habitación, sin rastro alguno del paradero de Manuel.

El reloj marcaba las siete, pero ya no quedaba ninguna luz intentando filtrarse por su ventana, de hecho, Martín había despertado en un mundo oscuro y mucho más ordenado que cuando se fue a dormir. Incluso se permitió pasar los dedos por encima de los muebles que aún tenía, solo para descubrir que ya no había polvo en su departamento.

Toda una vida (Argchi)Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon