La Calandria

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Las puertas de metal que separaban la sala de ejecuciones del resto del edificio eran tan pesadas que Martín tuvo que usar ambas manos, y la fuerza de todo su cuerpo para mantener abierta la entrada, y bastó con que las soltara por unos momentos para que ambas partes volvieran a juntarse con un chirrido y un golpe seco, dejándolo encerrado.

La habitación era una copia de lo que había visto en la sala donde habían enjuiciado a Lucía, solo que esta vez, todas las ventanas estaban tapadas con cortinas dobles, todas conectadas al mismo mecanismo de correas, y lo único que podía ver era un pilar al centro de la habitación. No tenía forma de comprobar la hora, pero ya había algo de luz natural colándose por los espacios descubiertos, dibujando pequeños rayos de amarillo pálido en el piso de cerámica, así que al menos sabía que el sol ya había salido cuando entró.

Adán y Victoria no iban a arriesgarse a entrar a una habitación de vidrio en plena luz del día, al menos, Martín no creía que fueran a hacerlo. Quizá Victoria lo consideraría, por ser Francisca, pero Adán no tenía ningún motivo para ponerse en peligro por ella, así que era seguro asumir que iba a tener tiempo suficiente para cumplir su misión y salir sin tener que enfrentarse a ellos.

No había cadenas ni cuerdas para sujetar el cuerpo de Francisca, pero Martín podía sentir su presencia en el lugar. Tal y como ella había dicho la primera vez: no podía escuchar su mente, pero aún así podía sentirla, como un peso en el aire, como un cosquilleo en la parte de atrás de la cabeza. Presente de formas que Martín no podía explicar con los términos que había aprendido durante su vida humana.

Dio un paso inseguro hacia adelante, dándole una mirada preventiva al techo y a los costados, aunque siendo una habitación circular, no había demasiados recovecos donde Francisca pudiera estar ocultándose, solo un gran pilar de piedra al centro de la habitación.

Martín apretó el mango del cuchillo, caminando un poco más inclinado hacia las ventanas.

— ¿Manuel?

La voz de Francisca se escuchaba igual que en la bodega, no más tensa, no más adolorida, no más rasposa luego de todo lo que había pasado, pero cuando Martín vio los primeros rasgos de su cuerpo, tuvo que resistir las ganas de desviar la mirada.

Francisca, la misma mujer, el mismo monstruo, que lo había matado y salvado también, estaba sentada contra el pilar, libre de las marcas de la bodega, pero desnuda, y con todas las extremidades cercenadas. Sus brazos llegaban solo hasta los codos, y sus piernas solo hasta las rodillas, por donde incluso sobresalía algo de hueso. La posa de sangre bajo su cuerpo era de un rojo casi negro, pero ya no parecía estar expandiéndose, a juzgar por lo bien definidos que estaban los bordes.

Francisca lo miró, casi igual de sorprendida que él mismo, aunque la expresión fue reemplazada por una sonrisa en cosa de segundos.

— Martín —dijo, alzando ambas cejas. Se inclinó hacia el lado, como si pretendiera mirar hacia la puerta, Martín tuvo el impulso de avanzar hacia ella y sostener su cuerpo, pero se contuvo; y Francisca volvió a enderezarse mucho antes de poder mirar más allá del pilar.— No puedo creerlo ¿estás solo? —preguntó, claramente divertida.

— Manuel está afuera —respondió Martín, intentando no mirar los cortes en sus extremidades, y fallando de todas formas.— ¿Qué te hicieron?

No estaba esperando una respuesta, pero Francisca se miró a sí misma, y luego a él, encogiéndose de hombros.

— Itzel estaba demasiado débil. No pudo hacer cadenas que me sostuvieran —respondió, moviendo uno de sus brazos, como si estuviera gesticulando.— Adán puso el resto en una caja, y me dejó aquí.

Toda una vida (Argchi)Where stories live. Discover now