La termita

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— ¿Qué hacés? —preguntó Martín una tarde, cerrando la libreta que tenía en las manos con un suspiro.

Según sus cálculos, ya había pasado tres semanas en la choza de Manuel, durmiendo en la cama de dos plazas que estaba metida en la habitación más alejada y fría del lugar. Esa era la única cama que había, pero claramente no había sido usada en muchísimo tiempo. Manuel le había cambiado las sábanas y había limpiado el lugar cuando llegaron, pero aún así Martín se sentía en otro mundo cada vez que salía o entraba de esa habitación, y ahora que no podía dormir más allá de las cinco de la tarde, trataba de no quedarse más tiempo del estrictamente necesesario.

Manuel hizo un ruido con la garganta, sin dejar de escribir. Martín casi nunca podía convencerlo de hablar con él durante el día, no mientras estaba en el escritorio al menos, y a juzgar por la velocidad sobrehumana con la que Manuel estaba trabajando esa tarde, tampoco tenía muchas probabilidades de lograrlo ese día.

— Pensé que si te dejaba solo ibas a explicármelo en algún momento, pero de verdad sos un pésimo profesor —continuó Martín, alimentando el fuego de la chimenea con uno de los tantos troncos perfectamente cortados que Manuel siempre tenía apilados en la habitación principal.

La chimenea siempre tenía que estar encendida, y Manuel siempre tenía que estar en el escritorio, esas eran las reglas de la vida dentro de la madriguera.

— No lo soy —dijo Manuel luego de un rato.— Es solo que no entiendo por qué debería explicarte mis proyectos.

— Si fuera por vos no me explicarías nada de nada.

— Si fuera por mi te tendría día y noche intentando cazar animales, pero no se puede.

— Los conejos me odian.

— No más que el resto de los animales aparentemente.

— ¡Por eso te digo que deberías dejarme ir a cazar al pueblo!

— Martín —dijo Manuel entre dientes. No podía verlo, pero podía imaginarse su cara en ese momento, los labios apretados, los ojos en blanco, y la mente llena con el sonido del mar y números. «Uno, dos, tres, no puedes matarlo, cuatro, cinco, seis, tú lo trajiste, siente, ocho, nueve, piensa en cosas lindas», o algo por el estilo.— En la noche intento conseguir que caces, y te enseño cosas. En el día, tú duermes y yo trabajo en lo mio. En silencio.

— Ahora no estoy durmiendo —dijo Martín, consiente de que sonaba petulante, e incapaz de detenerse.— Estoy aburrido mirándote escribir. Seguro puedo morir de eso, y luego vas a tener que enterrarme vos sólo. Y cuando pase espero que no encontrés pala y tengás que cavar la fosa con las manos flaco.

Quizá en otro momento, o en otro lugar, la mirada de Manuel habría sido intimidante. O quizá no, la verdad es que Martín tenía problemas para mirar al pasado objetivamente hoy en día. Incluso pensar en Constanza se sentía como algo lejano de hecho.

— No me mires así flaco. Yo sé que llevás años intentando morir de aburrimiento, pero vos no conoces otra forma de vivir, así que probablemente eres inmune —dijo Martín, tirando la libreta a un costado de su taza vacía.— Yo, por otro lado, tuve una gran vida y ahora estoy acá.

No sabía si estar ofendido o satisfecho cuando escuchó a Manuel reírse. Parte de él incluso se sentía triunfante de saber que Manuel lo estaba escuchando, a diferencia de otras ocasiones en que habían tenido esta misma discusión.

Manuel se volteó hacia él, mirándolo con los ojos brillantes y una ceja alzada.

— No sé nada de tu gran vida —dijo, sonriendo de lado.— Pero tengo que admitir que antes de transformarme pasé meses intentando morir de aburrimiento. Estuve cerca, de hecho.

Toda una vida (Argchi)Where stories live. Discover now