La Plaga

415 45 33
                                    

Sebastián Artigas arrendaba un departamento cerca de la línea uno en el metro, por Moneda, porque su trabajo estaba a dos estaciones, y según él, estaba acostumbrado a vivir en el centro de Santiago desde que era un niño. Martín podía corroborar eso, pero también podía corroborar el hecho de que Sebastián odiaba el centro de Santiago con una pasión que pocas personas alcanzaban a conocer.

Su edificio tenía solo cuatro pisos, de hecho era uno de esos viejos en los que cambiabas la comodidad por el espacio, y el sol jamás entraba por sus ventanas directamente. Antes de vivir ahí, había estado cerca de Cumming, en un edificio más nuevo que parecía una cajetilla de fósforos a medio abrir. En ese, el sol entraba por el ventanal de uno de los ambientes y alcanzaba a iluminar casi todo el lugar a eso de las cuatro de la tarde, pero Sebastián y su gata necesitaban mucho más que luz para estar satisfechos.

Martín había ido al nuevo departamento un total de cinco veces antes de perder su vida. La última vez había sido para hablar sobre devolverse a Argentina de hecho. Era algo que hacían, Martín iba y hablaban de las ideas hipotéticas de Argentina, de mandar todo a la mierda, o de tomarse unas vacaciones nomas, para ir a Buenos Aires, visitar a la familia y quizá ver algo nuevo antes de volver a la rutina.

Su tía se había llevado a Sebastián a Santiago cuando su primo era solo un niño, así que Martín ni siquiera recordaba bien el tiempo que habían pasado en el mismo país cuando niños; tenía un par de memorias de ellos peleándose, de él tirándole una pelota de fútbol por la cabeza y de Sebastián dándole una patada en la rodilla, pero nada además de eso. No había sido una separación dolorosa, ni siquiera había contado como una separación, a menos de que Martín considerara los sentimientos de su madre y la correspondencia que mantenía con su hermana a través de la cordillera hasta el día de hoy.

Lo que es Martín, ni siquiera había recordado que tenía un primo hasta viajó a Santiago con su madre por primera vez cuando tenía catorce años.

Llegar a su departamento ahora que debería estar muerto era parecido a eso. Martín sentía que habían pasado años desde la última vez que había hablado con su primo, y décadas, desde la última vez que sus vidas habían tenido algo en común. Donde él había sido un tiro al viento, y Sebastián había estado terminando su carrera, listo para aceptar el primer trabajo estable que le ofrecieran y comenzar su independencia.

Donde Sebastián era una persona de carne y hueso, él era un zombie glorificado con una situación política complicada, aparentemente.

Lo único que siempre habían tenido en común era, según su tía, el mal gusto para el amor, la marca de su familia. No es que Martín lo creyera realmente, a su tía le gustaba ver comedias románticas, y siempre estaba esperando el momento en que sus niños iban a llegar con una pareja definitiva y un romance que valiese la pena según sus términos. Estaba esperando un final feliz, con un romance seguro, uno que no estuviera plagado de peleas como lo que habían conseguido ella y su hermana. Martín había querido aventuras, buen sexo y alguien con quién reírse. Constanza había tenido todo eso, y Manuel había tenido dos de esos requisitos, así que no podía estar tan mal.

No estaba seguro de qué tanto había cambiado la vida de Sebastián desde su muerte (si es que había cambiado en algo) pero a juzgar por el Toyota amarillo del que se estaba bajando, su vida amorosa no podía ser muy distinta de lo que Martín recordaba: muchos novios de una a dos semanas, todos con una buena situación económica, ninguno que durara lo suficiente como para presentarselo a su madre.

Su primo se veía igual que siempre, el mismo pelo lacio y rubio, algunos tonos más claro que el de Martín, los mismos lentes de marco rectangular, y el mismo gusto por los hombres morenos. El auto, quizá, era una novedad. Los novios de Sebastián usualmente tenían mejor gusto que eso.

Toda una vida (Argchi)Where stories live. Discover now