Epílogo

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El vampiro frente a él tenía la piel tan oscura que la transformación no había hecho más que quitarle algo de brillo a su color original. De acuerdo a la información que había recibido de su corte, el vampiro en cuestión recibió la mordida diez años atrás, en su país natal, y aún así, su piel parecía humana al lado de la de Martín.

Era difícil no preguntarse si eso afectaría su relación con el sol, o si llegaría a ser totalmente blanco con el paso de los años, porque a pesar de lo mucho que había aumentado la inmigración durante los últimos años, Martín nunca había encontrado la forma de preguntar sin sonar ofensivo.

Podía reconocer el hecho de que una parte importante de esas preguntas venían de su propia curiosidad, pero estaba seguro de que su tiempo con Francisca y Manuel había afectado la forma en que veía a las demás personas, criaturas y humanos por igual.

Las formalidades de la corte habían hecho que una audiencia de treinta minutos se alargara a casi dos horas, y su mente se había aislado del discurso hace al menos veinte minutos atrás, teorizando en torno a la piel del vampiro que tenía en frente, y al conocimiento de que Manuel había vuelto a la ciudad esa noche; pero su subconsciente lo obligaba a escuchar palabras clave de vez en cuando.

Viaje.

Cazadores.

Hija.

Usualmente no necesitaba que los recién llegados le contaran cada dificultad que habían pasado para llegar a Santiago, pero por algún motivo nadie quería creer que conseguir la venia del nuevo príncipe fuera tan fácil, así que hablaban, y pedían, y rogaban por su bendición sin escucharlo realmente.

Cuando por fin terminó su historia, recitada en una mezcla de español y creol, el hombre levantó la cabeza por primera vez desde que había comenzado a hablar. Su ansiedad había estado esparciéndose sin control desde que había entrado, perfectamente visible para cada vampiro a veinte metros de él, pero ahora que no quedaba más historia que contar, parecía aliviado por primera vez en muchas noches.

Martín reconocía esa expresión, era la misma que él había puesto hace un año cuando se ofreció a tomar el puesto de Adán. El trato había sido solo por diez años, y una parte de él sinceramente deseaba el poder asociado al puesto, pero en su mayor parte Martín solo había sido capaz de sentir miedo.

Al contar su historia en la corte, ese hombre había lanzado la bola al otro lado de la cancha, y ahora solo quedaba esperar si se la iban a devolver o no. Un proceso que estaba totalmente fuera de su control.

La dicha de no tener que responsabilizarse por su propio fracaso era otra idea con la que Martín podía identificarse fácilmente, aunque eso tenía más sentido para su vida como humano promedio que su vida como príncipe.

Martín inclinó la cabeza, dejando que los fragmentos de la conciencia de Adán dictaran sus movimientos y expresiones, como hacía con cada una de esas reuniones. Él era la estabilidad de Santiago, y a cambio, Santiago se dejaba gobernar.

— Está bien —dijo, intentando absorber cada una de las reacciones a su alrededor sin tener que mirar hacia los pilares.— Podés quedarte en la torre hasta que encontrés un lugar para tu familia. —añadió, sonriendo— Eres bienvenido a mi territorio y lo que encuentres aquí.

— Naturalmente —dijo Itzel, mirando al hombre con los ojos entrecerrados mientras amarraba las cadenas que estaba haciendo con su propio pelo.— La invitación depende de que siga las reglas del territorio, señor...

— Alvela —respondió el extranjero, bajando la cabeza una vez más— Jesús Alvela, señorita.

Martín sonrió, imaginando la expresión conflictuada de Itzel en ese momento, él y toda la corte sabían que siempre le costaba mantener a flote el acto de intimidación cuando los visitantes eran educados. Su vida inmortal había empezado hace muchísimos años, y aún ahora, después de haber aprendido a hablar según lo hacía la gente en la actualidad, y vestirse relativamente moderna, aun le costaba separarse de su educación original.

Toda una vida (Argchi)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora