El Aquelarre

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Manuel lo estaba esperando afuera del bar a las diez con quince minutos, vestido con una chaqueta de cuero y unos jeans ajustados que hicieron sonreír a Martín. Se veía bien, era fácil admitir eso, pero también se veía extraño si lo comparaba en el tipo de ropa que había usado mientras vivían en la cabaña, o la mayor parte del tiempo cuando pasaban las noches leyendo novelas de mal gusto en la habitación del bar.

— ¿Es una cita? —preguntó, incapaz de contener la nota risueña en su voz— Porque cuando invitás a alguien a una cita tenés que decirles, flaco, así funciona.

— No te pongas pesado Martín —alegó Manuel, poniendo los ojos en blanco.— María es exigente con la gente que deja entrar a su casa —añadió, tirando de la chaqueta, como si intentase cubrirse más.— Dice que tiene que mantener la reputación en el barrio.

— ¿Y yo, boludo? —alegó Martín, señalándose con un gesto dramático.— Pudiste haberme dicho.

Manuel sonrió apenas, mirándolo por el rabillo del ojo. Tenía las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta, pero iban lo suficientemente juntos como para que Martín pudiese sentir sus hombros rozarse de vez en cuando.

— Tú siempre estás bien, hueón —respondió Manuel con tono aburrido, encogiéndose de hombros.

Martín se río, sorprendido del calor que se había acumulado en su rostro. Estaba acostumbrado a los cumplidos, siempre lo había estado, pero esto se sentía distinto, especial por el mero hecho de ser Manuel, o quizá porque su máscara de indiferencia estaba tan forzada que Martín podía ver perfectamente las grietas en el acto.

Quizá era simplemente el hecho de que había pasado demasiado tiempo desde la ultima vez que se había sentido tan humano.

— Verdad —respondió unos segundos después, encogiéndose de hombros. Manuel enarco una ceja, pero no dijo nada, y de todas formas, su intento de desinterés se perdía cada vez que Martín veía el asomo de una sonrisa en sus labios.

El camino hacia el aquelarre era una serie de zig zags por calles que Martín no había visto nunca en sus años viviendo en Santiago. Parte de él tenía la sensación de que Manuel estaba haciendo trampa, intentando desorientarlo con todas esas vueltas. A él, o alguien más, Martín ya no estaba seguro de qué tenía que esperar, y tampoco quiso preguntar.

Estaban en la esquina de una calle sin letrero cuando Manuel lo detuvo, tomando su codo con fuerza.

— ¿Manuel?

— Martín, escúchame... No te confies solo porque crees que las conoces. Entrar en el Aquelarre no es lo mismo que verlas de vez en cuando en el bar —murmuró Manuel, apenas audible por encima de los sonidos naturales de la calle.— No aceptes nada de ellas. Y no uses el don de la mente mientras estemos ahí. Ninguno de tus poderes, si puedes evitarlo.

— ¿Pensé que estaban de nuestro lado? —preguntó Martín frunciendo el ceño.

— Usualmente —respondió Manuel, encogiéndose de hombros.— Pero eso no significa que no puedan hacer daño. O escuchar cosas que no deberían. Solo... No las dejes jugar contigo.

Manuel retomó la caminata, doblando la esquina hacia una calle sin salida, apenas iluminada por dos faroles de luz naranja. Martín lo siguió, hundiendo sus propias manos en los bolsillos del polerón, en un intento por ocultar los nervios que tenía ahora.

— No me asustas Manuel —siseó entre dientes.— Ya sé que no querías traerme, pero no es motivo para ponerte dramático, boludo.

— No estoy...

La luz de la casa frente a ellos se prendió de repente, iluminando sus caras y buena parte de la calle. Martín resistió a duras penas el impulso de echarse hacia atrás, y considerando todo lo que había pasado últimamente, lo consideró una victoria. Parte de su control tenía que ver con el hecho de que Manuel seguía perfectamente rígido a su lado, con los ojos clavados en la silueta de alguien más allá de la luz, pero nadie necesitaba saber eso.

Toda una vida (Argchi)Where stories live. Discover now