8. Que no lo diga

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La vergüenza se fue desplomando con el paso de los días como las hojas de los árboles al llegar el otoño. La complicidad y la confianza crecían a la par que sus ganas por conocerse en todos los aspectos de la vida. Pasaron dos semanas de citas espontáneas y poco planeadas, fruto de la impaciencia por encontrarse. Natalia había ganado en seguridad, y Alba deseaba que aquello saliera bien. Habían estado en parques, cafeterías, calles solitarias. Desde su encuentro casual en el ascensor no había coincido en completa soledad, hasta esa tarde.

Natalia se duchaba cuando el timbre sonó. Salió apresuradamente, envolviéndose en la toalla y corriendo descalza hasta la puerta. No me jodas, no puede ser. Pero tras la mirilla se escondía la sonrisa que temía ver en ese instante. A tomar por culo.

—¡Qué pronto llegas! —saludó. Alba se quedó boquiabierta ante la figura semidesnuda de la chica. Una toalla negra cubría su cuerpo desde las rodillas hasta los pechos, y por su piel aun resbalaban gotas de agua.

—Puedo ir a ver a Joan mientras...

—¡No, no! ¡Entra! —le pidió, cortando su frase. Alba trató de mantener su vista firme, evitando repasar el cuerpo de la morena de pies a cabeza—. Ponte cómoda, voy... a ponerme algo—rio, mirándose. Tenía los mofletes enrojecidos por el calor de la ducha y por aquella situación violenta a la que se acaba de enfrentar. Giró sobre sí misma y caminó hasta el cuarto de baño. Alba no pudo resistirse, fijando sus ojos en los huesos sobresalientes de su espalda. Se mordió el labio y se sentó inquieta en el sofá. Ya llevamos dos semanas viéndonos... igual... Cállate Reche, no empieces. ¿Y si me la tiro y deja de interesarme? Pf, qué digo. Pero si me encanta. Esta vez no huiré.

—Qué rápida—sonrió la rubia, desprendiéndose de sus pensamientos contradictorios. Natalia había aparecido en el salón con unos shorts negros y una camiseta del mismo color que le quedaba por encima del ombligo.

—¿Quieres ver el apartamento? —preguntó cordialmente. Alba asintió segura, dejándose conducir por la navarra en un tour que acabó en un dormitorio desordenado—. Perdona el caos... es que he tenido un ataque de creatividad.

—¿Ataque de creatividad? —La rubia la miró sin entender, y perdió luego sus ojos en los libros por el suelo, la silla llena de ropa y el lapicero volcado en el escritorio. Natalia comenzó a recogerlo todo.

—Sí... se me ocurrió una idea para una canción y necesitaba escribirla. Así que no pude ordenar la habitación...—se excusó sin parar de guardar las cosas apresuradamente en el armario.

—Suerte que no soy tu madre—bromeó para relajación de la morena, que terminó de colocarlo todo—. Qué chulos esos dibujos... —observó en la pared, acercándose. Había un hilo que recorría el cuarto en horizontal con ilustraciones a acuarela.

—Me las regalaron unas amigas de Navarra—sonrió orgullosa—. Representan poemas míos. Si les das la vuelta... —Alba ya lo había descubierto ella misma, leyendo uno a uno, dejándose enamorar por las palabras que Natalia había escrito años antes de conocerse—. ¿Una cerveza?

Alba asintió, quedándose sola en la cueva de la morena. La habitación de la chica era tan enigmática y única como ella. Las paredes eran negras, y el suelo blanco. Puro contraste. Una de ellas estaba cubierta por material de pizarra, cargada de anotaciones poco legibles. Alba sonrió, agarrando una tiza y escribiendo "La chica del ascensor estuvo aquí". Sobre el escritorio, que ocupaba toda la zona de la pizarra, estaba la guitarra negra de Natalia con un par de cuadernos alrededor. Uno de ellos estaba abierto por una página y un bolígrafo abierto descansaba sobre él, como si alguien la hubiese interrumpido cuando escribía.

—No estarás leyendo...—Natalia apareció con una bandeja que sostenía dos cervezas y un cuenco de patatas.

—Es un poema muy bonito—sonrió Alba.

—En realidad... quiero que sea una canción—explicó, nerviosa al saber que había leído esa letra.

—Pues no tiene estribillos.

—Porque yo te quiero sin estribillos—automáticamente se le encendieron las mejillas, pero una sonrisa asomó con tranquilidad, como si decirle aquello no tuviera importancia. Es Alba, no pasa nada. La rubia se mordió el labio sin saber cómo responderle. Finalmente se decantó por abrazarla—. ¡La cerveza!

—Lo siento, lo siento—dijo, separándose torpemente y agarrando uno de los vasos.

—Eso, eso. La tuya que no se derrame—bromeó. Ambas se sentaron sobre la cama mal hecha de Natalia, bebiendo y mirándose con una complicidad envidiable. Compartían la chispa de las primeras veces, el hormigueo de quien cree estar enamorándose.

—¿No vas a poner una peli ni nada? —preguntó Alba, después de un rato hablando sobre los días de estrés que llevaban por trabajo y estudios.

—La verdad es que hoy tengo muchas ganas de besarte —rio tímida Natalia, disfrutando de la confianza que había ganado en las últimas citas. La rubia abrió los ojos sorprendida y luego apartó la bandeja que las dividía para darle lo que quería con una velocidad mínima. La navarra notó que su cuerpo se erizaba por completo al sentir el sabor de ella en su boca sedienta. Fue girando su cuerpo hasta quedar totalmente de frente a la chica. Se las apañó torpemente y entre alguna que otra risa para tumbarse sobre ella.

—Eres tonta—carcajeó Alba al ver que Natalia se ocupaba hasta de subirle las piernas y colocarlas sobre la cama. La morena escaló hasta su boca para callarla con un beso que duró mucho más de lo que era habitual. Sus rodillas se clavaron en el colchón, soportando su peso. Alba abrió las piernas rápidamente para que el cuerpo de Natalia cayera por completo sobre ella sin dejar de besarla.

—¿No te aplasto? —Alba puso los ojos en blanco, y ella se dio por respondida. Las manos atrevidas y experimentadas de la rubia comenzaron un recorrido sensual que partió desde la nuca hasta las partes más bajas de la espalda de Natalia. Esta tiritó, dejando que su beso se convirtiera en una sonrisa irrevocable que Alba se bebió. Un haz anaranjado se coló por la ventana, bañando a ambas de atardecer.

—Podría quedarme así mucho tiempo—susurró la valenciana. A Nat le dio la risa tonta, escondiéndose en su cuello para no mirarla—. Eres un bebé enanísimo.

—¡"Nu"! —exclamó, apretándose contra el cuerpo de Alba, que la envolvía con sus piernas y brazos con fortaleza, como si quisiera retenerla. La pamplonica aprovechó el momento de evasión para atacar, agarrada a esa nueva seguridad en sí misma que tenía últimamente, absorbió con firmeza el cuello de la rubia. Esta soltó un gemido inmediato, mezcla de gusto y susto. A Natalia aquel sonido dulce y rasgado la sacudió por dentro, impulsándola a seguir con mayor determinación si cabía. Acarició la nuca rapada de la joven mientras repetía su hazaña varias veces. Alba contrajo su cuerpo involuntariamente, rendida a la boca que la poseía. No podía creerse que la frágil e introvertida que conoció en el ascensor y tiritaba en cada roce estuviera besándola de aquella forma. Sentía mariposas en su estómago, pero mariposas agresivas que aleteaban con dureza dentro de ella. Sucumbió a su deseo, sujetando la mandíbula de Natalia y devorando su boca. La joven quedó petrificada, dejando que Alba controlase aquel beso provocativo que veía imposible de seguir.

—Me moría por sentirte así—susurró la rubia, colando sus dedos por la camiseta corta de la chica que descansaba sobre ella. Notó la piel erizándose a su paso, alimentando aun más sus ganas por hacerle el amor. Le quitó la camiseta con una habilidad sorprendente, para luego dar la vuelta y quedar sobre ella.

—Albi... —titubeó Natalia con un tono que no le gustó nada. Rememoró la escena del autocine, cerrando los ojos con una mueca que solo tenía un deseo. Que no lo diga, que no lo diga... —¿Podemos parar?

—¿Y por qué has empezado? —se enfadó, apartándose rápidamente.

—Lo siento... es que... —trató de disculparse, incorporándose a su lado—. Aun no nos conocemos mucho, ¿no?

—Mira, Natalia, intento entenderte. La última vez que nos pasó esto me dijiste que tenías tus tiempos, y lo he respetado. Pero has sido tú la que se me ha lanzado hoy...

—No pretendía llegar a tanto, Alba—contestó.

—Cada vez que haces eso me siento rechazada—reconoció en un hilo de voz. Seguidamente le devolvió la camiseta. Esta se la colocó rápidamente, asumiendo la cagada y sintiendo cómo su muro de seguridad se derrumbaba.

—¿Tienes hambre? —cortó el silencio incómodo. La rubia se encogió de hombros, aun mosqueada—. ¿Pedimos un telepollo? 

Malasaña - (1001 Cuentos de Albalia)حيث تعيش القصص. اكتشف الآن