18. Meñiques

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Su muñeca derecha se movía haciendo dos movimientos hacia abajo y uno hacia arriba. La otra colocaba el acorde de mi menor. Dos tiempos después, sol mayor para acabar en re. Sonaba bien, a pesar de que su concentración no estaba en la guitarra, sino en la pared de tiza de su habitación. En un dibujo que Alba le había dejado hacía cinco noches.

Eran dos brazos que formaban una V y se agarraban por los meñiques. Había utilizado muchos trazos, trazos que se montaban los unos con los otros para que el blanco se viera más fuerte. Las curvas de los dedos estaban perfectamente realizadas, aunque podía observar algunos claros en el negro pizarra, como si lo hubiera borrado y pintado mil veces. El tamaño del dibujo coincidía con sus brazos.

Desde que esos trazos gobernaban su cuarto, Natalia no paraba de mirarlos. Al acostarse, al despertar, cada vez que entraba o salía de él. Pero era la primera vez que lo contemplaba durante tanto tiempo, era la primera vez que se paraba a pensarlo. A ver más allá. ¿Qué querría decirle Alba con aquella estampa? Toda obra artística tiene una intención. O no. Quizás solo quería pintar en una pared enorme de tiza. Pero ella se decantaba más por la primera opción.

—¿Qué intentas decirme? —murmuró para sí. Sin cantar, pero con un la menor que salió de sus dedos. Luego abandonó el rasgueo y se tiró hacia atrás en la cama con los ojos cerrados. Llevaba cinco días sin verla. No es que contase las horas, pero se habían prometido pasar tiempo a solas y con amigos, acabando con sus visitas casi diarias. Lo llevaban bien, todo lo bien que se podía. Pero la morena decidió que cinco días eran suficientes. Natalia soltó la guitarra y tal como estaba vestida bajó a ver a su vecino.

—Hombre, Natalia. ¿Qué haces aquí? —sonrió Joan.

—Me he quedado sin sal—mintió con una mueca de inseguridad. El chico sonrió incrédulo, abriendo por completo la puerta para invitarla a entrar.

—¿Qué te pasa con Alba?

—No, nada—sus movimientos nerviosos la delataban. Joan soltó una carcajada. Su amiga tenía razón, esa tipa era diferente, especial.

—Toma la sal—el joven volvió de la cocina con un salero entre sus manos. Natalia negó con la cabeza mientras sus mofletes se sonrojaban—. Ya sabía yo que no querías sal.

—Es que... quería ir a ver a Alba así de sorpresa, pero no tengo ni idea de dónde vive. Siempre quedamos por aquí.

—Quizás es porque no quiere que vayas—dijo serio. Natalia endureció el gesto, frunciendo el ceño—. Era broma, tranquila. Alba vive a las afueras, lo que es un auténtico coñazo si no tienes coche. Aquí tu piva se pasa la vida entre metro y buses.

—Qué fastidio—bufó.

—¿Sabes? Te acerco—propuso, agarrando las llaves del descapotable que tan bien conocía. Volvió a abrir la puerta y Natalia se quedó inmóvil frente a él.

—Pero Joan, no hace falta de verdad. Solo necesito que me des la dir...

—¡Vamos! Si de todas maneras tenía que salir en un rato. No seas modesta.

Un fuerte olor a fresa gobernaba el Audi plateado. Joan había cambiado de ambientador, y no sabía si le gustaba o no. Era demasiado empalagoso. El silencio reinaba el auto. Y es que solo se habían visto en un par de ocasiones. Quizás tres. La primera fue la peor, cuando Natalia iba borracha como una cuba, cosa que al amigo de Alba no dudó en recordar.

—Lo siento... es que yo nunca bebo. Me afectó demasiado—dijo, encogiendo sus piernas como pudo en el asiento del copiloto. Joan sonreía con los ojos puestos en la carretera.

—Estabas graciosísima. Me soltaste un "Joan, Joan, Joan, estás más bueno que el pan". Ha sido la presentación más épica de la historia—rememoró, haciendo que la chica se escondiese aún más en el asiento escondiendo una sonrisa vergonzosa—. Bueno y, ¿habéis empezado ya a salir? ¿O seguís de rollo?

Malasaña - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora