Capitulo 1

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2003
La noche anterior a la boda de Coriolanus Snow, una tormenta azotó en Seattle. Pero a la mañana amanecio tan despejada, que algunos de los invitados levantaron la mirada hacia el cielo, y se preguntaron si Snow controlaría la madre naturaleza de la misma forma que controlaba su imperio. Se preguntaron si podría controlar a su joven prometida o si sería para él otro más de sus juguetes, como el equipo de hockey.
Mientras los invitados esperaban a que diera comienzo la ceremonia, bebían champán y especulaban cuánto duraría su matrimonio. La mayoría opinaba que no mucho.

Peeta Mellark ignoró los murmullos que había a su alrededor. Se llevó la copa de cristal a los labios y dio cuenta del escocés de cien años como si fuera agua. Sentía un zumbido en la cabeza y le palpitaban los ojos.
Probablemente había estado en el infierno la noche anterior, aunque no lograba recordarlo.
Desde su posición en la terraza, Peeta se movió hacia un grupo de compañeros de equipo que daban la impresión de que no tenían más ganas que él de congregar con la alta sociedad de Seattle.
A su izquierda, una mujer delgada con un vestido lavanda se sentó detrás de un arpa y comenzó a tocar. Lo miró y le dedicó una sonrisa invitadora que él reconoció de inmediato.
A los veintiseis años, Peeta había estado con mujeres de todas las formas y tamaños, de todas las clases sociales y diferentes grados de inteligencia.
No era reacio a nadar en todas las aguas, pero no le gustaban demasiado las mujeres huesudas. Aunque la mayoría de sus compañeros de equipo ligaban con modelos, a Peeta le gustaban más las curvas suaves. Cuando tocaba a una mujer, le gustaba palpar carne no hueso.
La sonrisa de la arpista se hizo más coqueta y Peeta apartó la mirada. No era sólo que la mujer fuera flaca, sino que además odiaba la música de arpa casi tanto como las bodas. Había sufrido el matrimonio dos veces y en ninguno de los dos casos había sido una experiencia agradable. La última vez que lo había intentado había sido en Las Vegas hacía seis meses, cuando se había despertado en una suite rodeado de terciopelo rojo y casado con una artista de striptease llamada Delly Cartwright. El matrimonio no había durado más que la noche de boda.
-Gracias por venir, hijo. -El dueño de los Seattle Chinooks se acercó a Peeta desde atrás y le palmeó el hombro.
-Creía que no tenía otra elección -respondió, mirando la cara arrugada de Coriolanus Snow.
Snow se rió y continuó caminando. Con su esmoquin gris plata era el vivo retrato de la opulencia. Bajo el sol del mediodía Snow parecía exactamente lo que era: un miembro del «Fortune 500» que podía permitirse el lujo de poseer un equipo profesional de hockey y comprarse una esposa mucho más joven que él.

-¿Te presentó ayer por la noche a la mujer con la que va a casarse?

Peeta miró por encima del hombro al más novato de sus compañeros de equipo, Finnick Odair.
-No. Me fui temprano.
-Pues es bastante joven. Unos veintidós años.
-Es lo que había oído. - Siendo un mujeriego empedernido, no podía dárselas de moralista, pero le resultaba patético que un hombre de la edad de Snow se casara con una mujer a la que le llevaba más de cuarenta años.
Finnick le hincó a Peeta el codo en el costado.
-Tiene unos pechos que podrían hacer que un hombre mendigara por el suero de su leche.
Peeta sonrió a las señoras que volvieron la mirada hacia Finnick. No había sido demasiado discreto al describir a la prometida de Snow.
-Te criaste en una granja, ¿no?
-Sí, a cincuenta millas de Madison -dijo el joven con orgullo.
-Ya, pues yo no diría esas cosas sobre el suero de la leche si fuera tú. Las mujeres tienden a tomarse bastante mal que las compares con vacas.
-Sí. -Finnick se rio y negó con la cabeza-. ¿Qué crees que ve esa chica en un hombre lo suficientemente viejo como para ser su abuelo? Quiero decir que no es fea, ni gorda, ni nada parecido. De hecho, está muy buena.
Con veintidos años, Finnick no sólo era más joven que Peeta, obviamente, también más ingenuo.
-Finnick, la última noticia que tuve fue que la fortuna de Snow rondaba los seiscientos millones.
-Sí, pero el dinero no puede comprarlo todo -refunfuñó mientras empezaba a caminar voy. Se detuvo para preguntarle por encima del hombro-: ¿Vienes?
-No -respondió Peeta. Había hecho acto de presencia en la fiesta. Por su parte ya había cumplido, y no tenía pensado quedarse durante mucho más tiempo-. Tengo una resaca impresionante -dijo mientras descendía las escaleras.
-¿Adónde vas?
-A la casa que tengo en Copalis.
-A Snow no va a gustarle.
-Qué pena -fue el comentario despreocupado de Peeta dirigiéndose hacia el Corvette que estaba aparcado enfrente. Peeta amaba su Corvette clásico. Adoraba aquella gran máquina y todo su poderío.
Cuando se despojó de la chaqueta, un destello rosado en lo alto del camino reclamó su atención. Lanzó la chaqueta al asiento de atrás del coche y se detuvo para observar a la mujer que, con un corto vestido rosa, se escabullía entre puertas. Tenía las piernas largas y bronceadas, y calzaba unas sandalias de tacón alto sin correas.
-Oiga, señor, espere un momento -lo llamó jadeante con un acento claramente sureño. Los tacones de sus zapatos hacían un ligero «clic-clic» mientras bajaba la escalera. El vestido era tan ceñido que tenía que descender de lado y, con cada paso apresurado, le presionaba los pechos que sobresalían por la parte superior.
Peeta pensó en decirle que se detuviera antes de lastimarse. Pero lo único que hizo fue cambiar el peso de un pie a otro, cruzar los brazos y esperar hasta que se paró al otro lado del coche.
-Creo que no debería correr con eso -aconsejó.
Bajo dos cejas perfectamente arqueadas, unos ojos grises se clavaron en los de él.
-¿Es usted uno de los jugadores de hockey de Snow? -preguntó, quitándose las sandalias y agachándose para recogerlas.
-Peeta Mellark -se presentó.
Con esos labios exuberantes que invitaban a besarlos y ojos brillantes, le recordaba al mito sexual favorito de su abuelo: Rita Hayworth.
-Necesito salir de aquí. ¿Puedes llevarme?
-Claro. ¿A dónde te diriges?
-A cualquier sitio lejos de aquí -contestó ella, lanzando los zapatos al suelo del coche.
Una sonrisa se insinuó en los labios de Peeta mientras entraba en el
Corvette. No había planeado tener compañía, pero tener a Miss Enero en el coche no era tan malo.
Cuando ella se acomodó en el asiento del pasajero, arrancó el motor y se puso en marcha. Se preguntó quién era y por qué tenía tanta prisa.
-Oh, Dios -gimió ella mientras miraba cómo se alejaban de la casa de Snow-. Dejé a Madge allí sola. Fue a recoger su ramo de lilas y rosas, ¡y salí corriendo!
-¿Quién es Madge?
-Mi amiga.
-¿Estabas invitada a la boda? -preguntó. Cuando ella asintió con la cabeza, Peeta imaginó que sería una dama de honor.
Al mirarla bien, se dio cuenta de que era más bonita de lo que había pensado en un principio, y bastante más joven.
-Oh, Dios mío. Esta vez he metido bien la pata -gimió, alargando las vocales.
-Si quieres te llevo de vuelta -ofreció él, preguntándose qué habría sucedido para que esa mujer dejara plantada a su amiga.
Ella negó con la cabeza.
-No, es demasiado tarde. Ya lo hice. Quiero decir, hace un rato que lo hice... o sea, esto... es algo que ya está hecho.
Peeta centró la atención en la carretera. En realidad, que la mujer derramara lágrimas no le molestaba demasiado, pero odiaba la histeria y tenía el mal presentimiento de que esa mujer estaba a punto de ponerse histérica.
-Eh... ¿cómo te llamas? -preguntó, esperando evitar una escena.
Ella inhaló profundamente, tratando de soltar el aire lentamente mientras se apretaba el estómago con una mano.
- Katniss, pero todo el mundo me dice Kat.
-Bien, ¿Kat qué?
- Everdeen.
-¿Y dónde vives, Kat Everdeen?
-En McKinney.
-¿Al sur de Tacoma?
-Acabaré por lamentarlo -gimió, Peeta la miro confundido -. No puedo creer lo que he hecho.
-¿Te estás mareando?
-Creo que no -sacudió la cabeza y tomó aire-. Pero no puedo respirar. Lo miró con ojos asustadizos y húmedos. Comenzó a arañar con los dedos la tela de raso que le cubría las costillas y el dobladillo del vestido se le subió un poco más por los muslos s-. No me lo puedo creer. No me lo puedo creer -gimió entre grandes hipidos entrecortados.
- Intenta tranquilizarte
-La he liado bien esta vez. No me lo puedo creer... -continuó con la letanía ya familiar.
Peeta empezaba a pensar que ayudar a Katniss no había sido tan buena idea después de todo.
-Madge no me lo perdonará nunca.
-No me preocuparía por tu amiga -dijo, un tanto decepcionado de que su acompañante fuera tan blandengue-.Snow le comprará algo bonito y se olvidará de todo lo demás.
Ella frunció el ceño.
-Creo que no -dijo.
-Seguro que lo hará -infirió Peeta-. Probablemente la llevará a uno de esos sitios tan caros...
-Pero a Madge no le gusta Snow. Piensa que es un viejo verde.
A Peeta se le erizaron los pelos y tuvo un presentimiento muy, pero que muy malo.
-¿Madge no es la novia?
Ella clavó los ojos grandes y grises en él y sacudió la cabeza.
-La novia soy yo.
-No tiene gracia, Katniss.
-Lo sé -gimió-. ¡No puedo creer que plantara a Snow en el altar!
El nudo en la garganta de Peeta se le subió a la cabeza, recordándole la resaca.

Simplemente IrresistibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora