Epílogo

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Katniss se paró en las escaleras del Princeville Hotel en la isla de Kauai. El sol tropical le calentaba los hombros desnudos y la cabeza.

Había tardado varios días en dominar completamente cómo ponerse el sarong, pero ahora llevaba uno fucsia con la parte de atrás de la floreada tela atada al cuello y cubriéndole el traje de baño, pero dejando su abdomen al descubierto.

Se había puesto una gran orquídea detrás de una oreja y se había atado las sandalias en los tobillos. Se sentía muy femenina y pensó en Prim.

Prim habría adorado Kauai. Habría adorado las bellas playas y el agua fresca y azul. Pero Prim tendría que conformarse con una camiseta.
Habían dejado a su hija con Haymitch y la madre de Peeta.

Peeta había insistido en celebrar su embarazo con unas vacaciones los dos solos. Apenas tenía dos meses y medio así que aún no se le notaba, y tampoco sabían el sexo del bebé, pero Peeta estaba seguro de que “sería otra niña para malcriar” según sus propias palabras. Cuando Katniss dijo que eso solo traería mas problemas en un futuro cuando sus hijas empezarán a salir con chicos, Peeta solo gruñó  que buscaría unos buenos conventos.

Un Jeep Cherokee alquilado aparcó en la cuneta. La puerta del conductor se abrió y el corazón se le hinchó bajo el pecho. Le gustaba cómo se movía Peeta.

Rebosaba confianza y caminaba con la elocuente seguridad de un hombre a gusto consigo mismo. Sólo un hombre tan seguro de sí mismo habría elegido llevar puesta una camisa azul con enormes flores rojas y grandes hojas verdes. Estaba tan seguro de sí mismo que algunas veces la abrumaba un poco.

Si hubiera dejado que Peeta hiciera las cosas a su manera, se habrían casado al día siguiente de haberse declarado. Lo había podido, retrasar un mes y así había podido planificar una bonita boda en una pequeña capilla en Bellevue.

Llevaban casados tres años y cada día lo quería más. Algunas veces sus sentimientos eran demasiado intensos y no podía contenerlos. Se refrenaba mirando al cielo y sonriendo, o riéndose sin razón aparente incapaz de contener su felicidad.

Le había dado a Peeta su confianza y su corazón. A cambio, él la había hecho sentirse segura y amada con una intensidad que algunas veces le quitaba el aliento.

Lo siguió con la mirada mientras rodeaba el Jeep. Abrió la puerta del
acompañante, luego se giró y le sonrió. Katniss recordó la primera vez que lo había visto, de pie al lado de un Corvette rojo, con esos anchos hombros y esa elegancia innata, como un caballero con una brillante armadura.

—Aloha, señor —lo saludó en voz alta, descendiendo las escaleras para salir a su encuentro.

Peeta frunció el ceño.
—¿Cariño, llevas algo debajo de eso?

Ella se detuvo delante de él y encogió los hombros.
—Depende. ¿Eres un jugador de hockey?

—Sí. —Una sonrisa hizo desaparecer el ceño—. ¿Te gusta el hockey?

—No. — Katniss negó con la cabeza y bajó la voz, susurrando con aquella voz sureña que sabía que le volvía loco—. Pero puede que haga una excepción contigo.

Él la alcanzó y le deslizó las manos por la cintura.

—¿Así que deseas mi cuerpo?

—Qué se le va a hacer. —Katniss suspiró y de nuevo sacudió la cabeza—. Soy una mujer débil y tú eres simplemente irresistible.

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Está historia pertenece a Rachel Gibson

Simplemente IrresistibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora