Capitulo 6

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Seattle
Junio 2010

Katniss observó el salón del banquete una última vez.
Con ojo crítico escudriñó las mesas cuidadosamente distribuidas por la habitación. En el centro de cada mesa, los vasos de cristal tallado estaban colocados con velas flotantes en color rosa y hojas de helecho.
A Katniss todavía le dolían los dedos por la cera caliente, pero sólo con mirar las mesas sabía que toda la angustia, el dolor y caos habían valido la pena. Había creado algo bello y único.
Ella, Katniss Everdeen, la chica que había sido educada para depender de los demás se las había arreglado muy bien para ganarse la vida. Y lo había hecho por sí misma. Había aprendido técnicas para superar la dislexia.
Ya no ocultaba su problema, pero tampoco hablaba de ello con todos.
Había vencido todos los obstáculos y con veintinueve años era socia en un exitoso negocio de catering y poseía una casita en Bellevue. Estaba muy satisfecha de todo lo que la niña retrasada de Texas había logrado conseguir.
Ahora era una persona más fuerte, menos confiada y sumamente renuente a ofrecerle el corazón en bandeja de nuevo a un hombre, pero no pero no por eso menos feliz.
Había aprendido la lección de la forma difícil y aunque prefería donar un riñón a volver a la vida que llevaba antes de entrar en Catering Cresta hacía siete años, en ese momento, era quien era por lo que le había sucedido entonces. No le gustaba pensar en el pasado.
Su vida era perfecta en ese momento y estaba llena de cosas que amaba.
Katniss miró el reloj de su muñeca. Los invitados llegarían al salón del banquete en media hora. Cenarían scallopini de ternera, patatas nuevas con mantequilla y ensalada de escarola y berros.
Alcanzó una copa y le quitó la servilleta que había dentro. Le temblaban las manos cuando recolocó la servilleta blanca con forma de rosa. Estaba nerviosa. Más de lo que solía estar. Annie y ella habían hecho caterings para trescientas personas con anterioridad sin ningún problema. Pero nunca habían atendido a la Fundación Harrison. Y nunca habían servido un catering para un promotor que cobrara quinientos dólares por cubierto.
En realidad, los invitados no pagaban esa cantidad sólo por la comida. El dinero recaudado esa noche sería para el Hospital Infantil y para el Centro Médico.
Aún así, al pensar que todas aquellas personas pagarían todo ese dinero por un pedazo de ternera le daba taquicardia.
Se abrió una puerta y apareció Annie.
—Sabía que te encontraría aquí —dijo, caminando hacia Katniss.
Llevaba en la mano la carpeta que contenía las órdenes de compra.
Katniss sonrió a su mejor amiga y socia y colocó la servilleta de nuevo en la copa.
—¿Cómo van las cosas en la cocina?
—El nuevo ayudante del chef se bebió todo el vino blanco de la ternera.
Katniss sintió un vuelco en el estómago.
—Dime que no estás hablando en serio.
—Es una broma.
—Pues no tiene gracia. — Katniss suspiró aliviada.
—No, pero necesitas relajarte.
—No podré relajarme hasta que esté en casa —dijo Katniss ajustando la rosa de la solapa del esmoquin de Annie.
Aunque iban vestidas con la misma ropa, físicamente eran opuestas por completo. Annie tenía la piel suave como la porcelana de las pelirrojas naturales y, con su uno cincuenta y cinco de estatura, era tan delgada como una bailarina. Katniss siempre había envidiado el metabolismo de Annie que le permitía comer casi cualquier cosa sin engordar.
—Todo va según el horario previsto. No te pongas histérica.
Katniss volvió a mirar la estancia.
La porcelana china estaba brillante, la cubertería de plata reluciente y las servilletas dobladas como si centenares de rosas blancas flotaran sobre las mesas.
Estaba sumamente satisfecha consigo misma. 

                                ****
Con el ceño fruncido Peeta Mellark se inclinó ligeramente hacia adelante y miró más de cerca la servilleta que rellenaba su copa. Parecía ser un pájaro o una piña. No estaba seguro.
—Oh, esto es encantador —suspiró Glimmer Lange, su pareja esa noche. Tuvo que admitir que le había gustado bastante más el día que la había invitado a salir. La había conocido hacía dos semanas cuando fue a fotografiar la casa flotante donde vivía.
No la conocía demasiado bien. Parecía agradable, pero incluso antes de llegar a la cena benéfica había descubierto que no se sentía atraído por ella. Ni un poquito. No por culpa de ella, sino de él.
Volvió a centrar la atención en la servilleta, la sacó del vaso y se la colocó en el regazo.
Últimamente había estado pensando en casarse otra vez. Había hablado con Haymitch sobre eso.
Tal vez era porque acababa de cumplir los treinta y tres, había estado pensando en buscar esposa y tener hijos. Había pensado en Toby más de lo que lo hacía habitualmente.
Quería ser padre otra vez. Quería oír la palabra «papá» refiriéndose a él.
Quería enseñar a su hijo a patinar tal como le había enseñado Haymitch a él.
Quería estar despierto en Nochebuena y regalar triciclos, bicicletas y coches de carreras.
Quería vestir a su hijo de vampiro, o de pirata, y hacer con él «el dulce o truco». Pero cuando miraba a Glimmer sabía que ella no iba a ser la madre de sus hijos.
Un camarero interrumpió sus pensamientos y le preguntó si quería vino. Peeta no contestó.
—¿No bebes? —le preguntó Glimmer.
—Claro — contestó. —Bebo soda con lima.
—¿No bebes alcohol?
—Ya no. — Llevaba sin beber cuatro años, y sabía que no bebería nunca más. El alcohol lo había convertido en una mierda y había acabado cansándose de todo eso.
La noche que batió a los Philadelphia llevándose por delante a Danny Shanahan fue la noche que tocó fondo. Algunos pensaban que Danny, «el Sucio», había obtenido lo que se merecía.
Pero Peeta no. Cuando miró al hombre tendido en el hielo, supo que había perdido el control. Le había destrozado las espinillas y le había codeado las costillas más veces de las que recordaba. Había sido una masacre. Danny había recibido una contusión y un viaje a la enfermería. Peeta había sido expulsado y suspendido por seis partidos. A la mañana siguiente se había despertado en la cama de un hotel con una botella vacía de Jack Daniels y con dos mujeres desnudas. Cuando había mirado el techo, asqueado de sí mismo y tratando de recordar la noche anterior, supo que tenía que detenerse.
Desde entonces no bebía. Y no querido volver a hacerlo. Ahora, cuando se acostaba con una mujer recordaba su nombre al despertarse por la mañana. De hecho, sabía casi todo sobre ella antes de llevarla a la cama. Sí, ahora tenía cuidado. Tenía suerte de estar vivo y lo sabía.
—¿No está precioso el salón? —preguntó Glimmer.
Peeta recorrió la mesa con la mirada. Todas esas flores y velas eran demasiado recargadas para su gusto.
—Claro. Queda muy bien —dijo, comiéndose la ensalada.
Al terminar, le retiraron el plato y le colocaron otro delante.
Había asistido a un montón de banquetes benéficos a lo largo de su vida. También había comido un montón de comida mala en ellos. Pero esta noche la comida era muy buena.
Mucho mejor que el año anterior. En aquella ocasión habían servido un pollo relleno con piñones tan duro como los discos de hockey. Pero claro, allí no se iba por la comida. Se iba para soltar dinero. Mucho dinero. Poca gente estaba al corriente de la filantropía de Peeta y quería que siguiera siendo así. Hacía eso por el hijo que perdió y era parte de su vida privada.
—¿Qué opinas de que los Avalanche ganen la Copa Stanley? —le preguntó Glimmer cuando ya iban por el postre.
Peeta creía que preguntaba para darle conversación. Ella no quería saber lo que él pensaba en realidad, así que se tragó su opinión y fue diplomático.
—Tienen un buen portero. Siempre se puede contar con Roy para desempatar los partidos y salvar el culo. —Se encogió de hombros—. Tienen a algunos buenos defensas, pero Gloss Lemieux es un niñato cobarde y marica —alcanzó la cuchara de postre y la miró—; es probable que lleguen a la final en la próxima liga —y él los estaría esperando, porque Peeta esperaba estar allí luchando también por la Copa.
Comenzó a recorrer el salón con la mirada, buscando a la presidenta de la Fundación, Ruth Harrison.
La divisó a dos mesas de distancia hablando con una mujer. La mujer, que le daba la espalda a Peeta, destacaba entre los vestidos de seda que tenía alrededor. Llevaba puesto un esmoquin y rezumaba elegancia, más que la propia presidenta. Tenía el pelo peinado hacia atrás sujeto en la nuca con un lazo negro.
Era alta, y cuando se mostró de perfil, Peeta se atragantó con el sorbete.
—Jesús —dijo casi sin voz.
—¿Estás bien? —preguntó Glimmer, colocándole la mano con preocupación en el hombro.
No podía contestar. Sólo podía mirarla fijamente, sintiendo como si le hubieran golpeado la frente con un stick.
Cuando la había dejado en el aeropuerto hacía siete años, no había pensado que se volverían a encontrar. Recordó la última vez que la había visto: una muñequita voluptuosa con un pequeño vestido rosa.
Recordaba bastante más de ella. Por razones que no podía recordar en ese momento no había estado borracho la noche que había pasado con ella. Pero creía que no tenía importancia si había bebido o no porque, borracho o sobrio, Katniss Everdeen no era el tipo de mujer que un hombre pudiera olvidar.
—¿Qué ocurre, Peeta?
—Ahh... nada. —Miró a Glimmer, luego volvió la mirada a la mujer que le había causado tantas molestias al fugarse de su propia boda.
Tras ese desafortunado día, Coriolanus Snow había desaparecido del país durante ocho meses. El verano siguiente, los entrenamientos de los Chinooks habían estado llenos de especulaciones.
Algunos jugadores pensaban que la novia de Snow había sido secuestrada, otros tenían varias hipótesis sobre su escapada. Y también estaba Finnick Odair, que creía que en vez de casarse con Snow, ella se había suicidado en el cuarto de baño y que Snow lo había ocultado. Sólo Peeta sabía la verdad.
—¿Peeta?
Ella estaba allí, en medio del salón, tan bella como la recordaba. Tal vez más.
Quizá fuera el esmoquin que parecía resaltar las curvas de su cuerpo en vez de ocultarlas. O tal vez era la luz que iluminaba su pelo oscuro, o el definido perfil de esos labios carnosos.
Se preguntó qué estaría haciendo en Seattle. ¿Qué habría sido de su vida? ¿Habría encontrado a algún ricachón con el que casarse?
—¡Peeta!
Devolvió la atención a Glimmer.
—¿Pasa algo? —preguntó ella.
—No. Nada. —Volvió a mirar a Katniss otra vez y la observó extender la mano para estrechársela a Ruth Harrison.
Luego sonrió, agarró un bolso negro y dando media vuelta, se marchó.
—Discúlpame, Glimmer —dijo, poniéndose en pie—. Vuelvo enseguida.
Siguió a Katniss mientras ella se abría paso entre las mesas.
—Perdón —dijo, abriéndose paso a empujones.
La alcanzó cuando estaba a punto de abrir una puerta lateral.
—Kat —dijo cuando la mano de ella alcanzaba el pomo de latón.
Katniss se detuvo, lo miró por encima del hombro y luego se le quedó mirando durante cinco largos segundos antes de abrir la boca lentamente.
—Creo que nos conocemos —dijo él.
Ella cerró la boca. Sus ojos grises parecían enormes, como si la hubieran sorprendido cometiendo un delito.
—¿No me recuerdas?
Ella no contestó. Sólo siguió mirándolo.
—Soy Peeta Mellark. Nos conocimos el día que huiste de tu boda —le explicó, aunque se preguntaba cómo podría olvidarse de ese desastre en particular—. Te recogí y nosotros...
—Sí —lo interrumpió ella—. Te recuerdo. —Después no dijo nada más. Peeta se preguntó si su memoria lo estaría engañando porque según recordaba era una charlatana incorregible.
—Oh, bien —dijo para cubrir el embarazoso silencio que se extendió entre ellos—. ¿Qué haces en Seattle?
—Trabajo. —Ella respiró profundamente, lo que elevó sus senos—. Bueno, tengo que irme —y se giró tan rápidamente que chocó contra la puerta cerrada.
La madera traqueteó ruidosamente y el bolso se le cayó de la mano, esparciéndose parte del contenido por el suelo—. Es que nada me sale bien... —dijo ella entre dientes con el arrastrado acento sureño que Peeta recordaba tan bien, agachándose para recuperar las cosas.
Peeta se acuclilló y recogió un lápiz de labios y una pluma. Se los tendió.
—Aquí tienes.
Katniss levantó la vista y sus ojos se perdieron en los de él. Estuvieron así varios segundos, luego cogió el lápiz de labios y la pluma. Sus dedos rozaron la palma de su mano.
—Gracias —susurró, y apartó súbitamente la mano como si se hubiera quemado. Luego se levantó y abrió la puerta.
—Espera un momento —le dijo Peeta, recogiendo del suelo una chequera que no habían visto. En el tiempo que le llevó recogerla y levantarse, ella se había esfumado.
La puerta se cerró de golpe haciendo que Peeta se sintiera un idiota perdido.
Ella se había comportado como si le tuviera miedo. Aunque no recordaba todos los detalles de la noche que habían pasado juntos, no se acordaría de haberle hecho daño. Antes de admitir siquiera la posibilidad, la descartó por absurda. Ni siquiera borracho como una cuba habría lastimado a una mujer.
Perplejo, se dio la vuelta y caminó hacia la mesa. No podía creer que ella hubiera huido de él. Los recuerdos que tenía de Katniss no eran en absoluto desagradables. Habían compartido una noche de sexo salvaje, luego le había comprado un billete de avión para que se fuera a casa.
Bueno, sabía que había herido sus sentimientos, pero en aquel momento de su vida fue lo mejor que pudo haber hecho.
Peeta miró la chequera que tenía en la mano y la abrió. Se sorprendió de que sus cheques estuvieran pintados con ceras de niños. Dirigió la mirada a la esquina superior izquierda y todavía se sorprendió más al ver que su apellido no había cambiado: seguía siendo Katniss Everdeen y vivía en Bellevue.
Las preguntas se le agolparon en la cabeza, pero no tenía respuesta para ninguna de ellas. Sin importar cuál fuera la razón estaba claro que no quería verlo. Se metió la chequera en el bolsillo de la chaqueta. Se la mandaría el lunes por paquetería.

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