Capítulo 69. La Caja

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Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 69.
La Caja

Un olor metálico le inundó la nariz, posiblemente procedente de la sangre que se había embarrado en la cara, o incluso de aquella que Richard le había escupido encima. Sus piernas le temblaban, al igual que sus manos, por lo que se apoyó en el escritorio casi teniendo que sentarse en él.

Lo había hecho; acababa de matar a Richard Thorn con sus propias manos. Su ahora difundo esposo no era ni de cerca el primero, ni siquiera el que había tenido asesinar de la forma más violenta. Pero aun así, era de momento el que más le había afectado hasta el punto de dejarla en blanco, y tremendamente agotada. Así que se tomó sólo un par de minutos. Su respiración se fue normalizando, y conforme fue capaz de tranquilizarse pudo pensar con más claridad. Lo hecho, hecho estaba; ahora debía actuar rápido y ser inteligente.

Lo primero serían las malditas dagas. De ninguna manera podía dejarlas ahí y exponerse a que alguien más pusiera sus manos en ellas. Se aproximó a Richard, y le retiró de un jalón rápido la que tenía encajada en su cuello. Algo de sangre brotó como una cascada, pero luego se detuvo. Dejó dicha daga con las demás, y luego volvió al cuerpo para girarlo. Estaba muy pesado, y tuvo demasiados problemas para hacerlo, e incluso uno de sus tacones resbaló en la sangre y cayó de sentón al suelo. Si no estuviera con la adrenalina al máximo, posiblemente aquello le hubiera dolido demasiado (y posiblemente lo haría en un par de horas), e incluso podría haberse reído un poco. En su lugar se recuperó de inmediato y volvió a intentarlo.

Luego de quizás diez minutos, logró que ponerlo bocarriba. Las dos empuñaduras sobresalían de su pecho como las dos antenas de un viejo televisor. Sacarlas necesitó igualmente de esfuerzo, pues parecían haberse hundido más al ser presionadas contra el piso al caer y se habían atorado. Una vez que estuvieron libres, Ann se sorprendió un poco al ver que no se habían siquiera astillado un poco. Las hojas seguías intactas, justo como habían entrado.

Pero no era hora de apreciar tal cosa.

Colocó las dos con el resto, completando de esa forma las siete; tres de ellas con bastante ADN, y esparciendo este mismo en las demás.

Y, ¿ahora qué?

¿Cómo se desharía del cuerpo? ¿Cómo limpiaría las evidencias? ¿Y los guardias que los habían visto entrar? ¿Y el taxista que los había llevado? ¿O todos los del cementerio que habían visto que fueron juntos?

Comenzó a sentirse superada por todo aquello, pero se esforzaba para no caer en pánico. Quizás lo mejor sería llamar a Lyons, y que mandara ayuda, o al menos que le dijera qué hacer.

«Sí, eso será lo mejor» se dijo a sí misma totalmente convencida. Rápidamente esculcó su bolso, que había caído al suelo durante todo el forcejeo, para sacar su teléfono y marcar el número de Lyons. Sus dedos mancharon el aparato, y sus huellas rojas quedaron marcadas en la pantalla. Abrió sus contactos y buscó el número privado de Lyons, disfrazado con el nombre de una vieja tintorería del centro. Su dedo pulgar tembloroso se dirigió a la opción de marcar... y entonces lo escuchó.

Un fuerte graznido retumbó en el eco de aquella oficina subterránea, que bien podría ser una catacumba. Provenía justo de sus espaldas, y resonó dos veces más antes de que tuviera la decisión suficiente para virarse a ver. De pie sobre una de las repisas, mirándola con sus grandes y brillantes ojos oscuros, se encontraba un cuervo negro de gran tamaño. Se quedó totalmente quieto por unos segundos, y Ann llegó a pensar que se trataba de algún animal disecado. Pero los ojos del ave parpadearon una vez, y luego su largo y afilado pico se abrió, soltando otro graznido más fuerte que los anteriores. Ann contuvo la respiración una vez más, retrocediendo asustada sin ningún motivo claro.

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