Capítulo 17 - Cosas de vecinos

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17 | Cosas de vecinos

Jueves, 18 de junio

Olivia Audevard:

Llego al piso poco después de las siete de la mañana, vuelvo de correr y, en contra de los consejos de Ansel y de mis experiencias pasadas, subo en ascensor. Me duele un poco el tobillo por haber pisado mal cuando llegaba a mi calle, tenía una gran incomodidad presionando mi pecho y no podía parar de mirar detrás de mí por precaución.

No me he caído, pero he hecho una tontería.

Ramírez siempre me lo decía: "Si sientes que te siguen, no corras ni te pongas a mirar hacia atrás como una loca, te estarás delatando. Primero piensa, luego decide." Sin embargo hoy he hecho todo lo que se supone que no debía hacer.

Estoy algo alterada últimamente, y empieza a ser difícil para mí centrarme. Estoy distraída, relajada al haberme alejado tanto de las reglas y, esa falta de costumbre, empieza a pasarme factura. Comienzo a entender las advertencias de mi madre a más tiempo pasa. Entiendo, también, por qué ella nunca se salía de su papel porque, una vez lo haces, cuesta volver. Yo estoy tirando de la libertad con fuerza, ganando terreno poco a poco y olvidándome de precauciones básicas cuanto más tiempo paso sin personas que me lo recuerden cerca.

Me estoy relajando demasiado.

El ascensor no se para antes de tiempo. Llego a mi piso y me quito los auriculares antes de sacar las llaves. Estoy abriendo la puerta, perdida en mis propios pensamientos, cuando me empujan por la espalda dentro del piso. Apenas tengo tiempo de hacer nada. Unos pies se enredan en los míos, hay un fuerte empujón y palabras rápidas. Los auriculares, que estaban enredados en mi mano, cortan mis movimientos y, antes de conseguir tirar del cable para estirarlo y lanzarlo sobre el cuello de quien sea, otro empujón y la mala postura de los pies me tiran al suelo.

—La puerta. La puerta —oigo.

Estoy sobre mi espalda menos de un segundo. Eso es algo con lo que sé que no debo perder el tiempo y es un impulso inmediato, pero reconocer a Ansel me hace no levantarme de un salto. En su lugar, encojo las piernas para que no me pise y apoyo los codos contra el suelo para reincorporarme con lentitud.

Ansel cierra la puerta torpemente y pega su espalda a ella en cuanto lo consigue. Está en pijama, chanclas, y con sus rizos hechos un desastre. Su respiración está agitada cuando me mira, auténtico pánico en sus ojos. Mi corazón salta dentro de mi pecho esperándome lo peor. No me atrevo a hablar y, una parte de mí, comienza a imaginar que la sangre va a empezar a decorar su cuerpo en cuanto pestañee, otro peso más sobre mis hombros. Su rostro se tergiversa entre mis recuerdos, el color rojo deslizándose a través de mis pensamientos hasta la imagen que veo de él. Contengo el aliento.

Solo cuando Ansel habla vuelvo a la realidad, su voz rompe esa distorsión de la realidad como si se tratara de un cristal que acaba de golpear.

—El señor Chevalier quiere matarme —dice—, de nuevo.

—¿Qué?

Me doy cuenta, al sentarme por completo, de que ese golpe ha sido peor de lo que pensaba. Doblo del todo las piernas, apoyo una mano sobre las rodillas, y paso la otra por mi frente.

—Me estoy mareando —aviso. Ansel no deja de parlotear y eso me está dando ganas de vomitar—. Tais-toi.

Esa expresión se la oí decir a Asher y, como todo el vocabulario que voy asimilando, lo uso en cuanto tengo oportunidad. Aquí soy como un loro que repite todo lo que oye en francés.

La promesa de AsherDonde viven las historias. Descúbrelo ahora