Capitulo I: Las sombras del escenario

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El silencio reinaba en el aula mientras los alumnos contestaban los tediosos exámenes, yo estaba entre ellos, las matemáticas nunca que me habían dado bien, ni eran mi fuerte, mucho menos lo serían bajo la presión de terminar bajo cierto tiempo todos los razonamientos. Sabía que daba igual, al final del semestre tendría que volver a tomar la materia. El resultado era inevitable. Estudiara o no. Me esforzara o no. Terminaría reprobando.

Miré la hoja llena de garabatos indescifrables, maldije para mi misma. ¿Por que debía de llenar una hoja de operaciones para que el resultado de la ecuación diera 1 y 0?

Encerré el resultado final con un color rojo, justo como nos lo pedía la profesora, una mujer de entre los 25 y 30 años de piel blanca, ojos chocolate y cabello azabache. Además, y debo agregar, con un temperamento peor que el del mismo Mefistófeles y su séquitos de demonios. Solía usar tacones de aguja y a pesar de esto no llegaba a medir más de 1.60 metros. Suspiré. Me levanté de mi lugar y dejé mi examen sobre el escritorio de la profesora, la mujer sentada en una de sus orillas miró la hoja y luego a mí, preguntó:

-          ¿Estas segura de que ya quieres entregarlo? - se refería al examen.

-          Aunque quisiera – respondí – no podría corregir los resultados. Mi cabeza esta a punto de explotar.

Al decir aquello pude salir del aula, vacilé una vez afuera en el corredor: ¿debía esperar allí a que me dieran mi funesto resultado ó debía ir a refugiarme en algún otro lugar? Decidí que lo mejor sería tomar mi segunda opción. No quería que un día tan bello como ese se viera arruinado por el estúpido resultado de la materia. Estaba decidido, me iría. ¿A dónde? A mi derecha se extendía el pasillo que atravesaba lo que antes fuese la Facultad de Sistematización y que terminaba en los dormitorios de la Academia Atenas. Mire mi reloj, faltaban 10 minutos para que comenzara el primer descanso, después de eso tendría otras 3 clases antes del segundo receso, y al final del día había una última clase. En realidad no había mucho por hacer, durante todo el día tendría que presentar más tediosos exámenes para que los profesores calificaran mi pésimo desempeño en las materias que cursaba. Pero, yo no podía evitarlo, mi mente siempre se encontraba en otro lugar. Allá tras las puertas de cristal enmarcadas en madera y pasando los asientos aterciopelados, allá sobre el piso de madera y tras las rojas cortinas. El escenario del teatro de la Academia. El único lugar en el que me gustaba estar y en el podía sentirme bien conmigo misma.

Al final, tomé el camino que me llevaría al lobby de la escuela, pasé por fuera de la biblioteca, un magnífico lugar repleto de libros más antiguos que la misma escuela, uno de los encargados me saludó y yo correspondí con una inclinación de cabeza. Al pisar el suelo de mármol pulido del lobby mis ojos se dirigieron inmediatamente a aquellas puertas tan familiares que daban hacia el interior del teatro, mi teatro. Noté que una de las entradas estaba entreabierta lo cual estaba por completo fuera de la normalidad. La dirección era muy reservada con el teatro, solo lo abría para nuestras clases y los ensayos de la obra. Fuera de esto, el teatro era una fortaleza prácticamente impenetrable. Comencé a acercarme hacia esa puerta sospechosamente abierta, al querer tomar la manija paso lo inesperado, la puerta antes abierta se cerró frente a mis ojos aparentemente impulsada por una fuerza que venía desde adentro del teatro, un pequeño gritó se quedó atorado en mi garganta; aquello si que no debía pasar.

Alargué mi brazo sólo unos pocos centímetros más y tome la perilla de metal bañada en oro, estaba fría al tacto, intenté girarla pero no obtuve un resultado favorable. La puerta no abrió. Acerqué el rostro al cristal y forcé mi vista para mirar lo que podía llegar a haber del otro lado de la perilla, nada. Lo único que pude contemplar fue el seguro manual puesto, lo cual más que extraño era casi imposible, aquel seguro necesitaba de la llave del teatro y de una persona que lo colocara, más, acababa de cerrase frente a mí, no había nadie dentro. Intenté una vez más abrir aquella condenada puerta pero obtuve el mismo resultado.

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