Capítulo 44: El cisne tomó su canal

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Meses más tarde

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Meses más tarde.


Cuando empezó esta historia solo había tenido un arma entre mis manos: el lápiz labial. Ahora, en su final, he aprendido a defenderme con casi cualquier cosa y, sin embargo, sigo volviendo a el.

Me gusta que mi vida no haya sido exclusiva de espadas y cuchillos, sino haber podido disfrutar también de vestidos y maquillaje. El reino me hizo Vendida, las circunstancias me llevaron a volverme asesina, pero hubo pequeños momentos en los que fui solo Aquía, una mujer feliz que satisfacía sus gustos.

Como la tarde que pasé bebiendo con Shaula y Lyra, la primera vez que escuché cantar a la princesa escorpión que pronto reinará en Baham.

Al conocer a Ares y a Leo y empezar nuestro entrenamiento que pronto daría paso a una amistad. Los gemelos tan distintos que no pude sino amarlos a cada uno como individuo.

En mis discusiones con Orión por el orden y mi gusto al combinarme, cuando todavía se debatía entre ser un caballero honrado y respetar la propiedad de su hermano, o dar rienda suelta a la atracción que crecía entre nosotros y conocerme. O la primera vez que vi su dorso desnudo, entrenando solos en el salón de asesinos, cuando Lord Zeta lo descubrió encima de mí.

Todavía me pregunto qué habría sucedido si esa interrupción jamás hubiera existido.

Pero la vida de una mujer en Aragog está llena de interrupciones, por eso debemos aprovechar cada oportunidad, por mínima que sea, de burlarnos de sus leyes.

Mis labios mataron a un hombre. Mi cabello lo ahorcó mientras vivía. Mis muñecas hicieron añico un muro y arrastraron sus pedazos colgando de ellas. Vencí Sirios —humanos y animales—, y me enfrenté contra hombres que me doblaban en número y tamaño. Me recuerdo eso mientras mis Vendidas me alistan porque necesito convencerme de que, sin importar lo que haya allá afuera, podré vencerlo.

Uso uno de mis trajes con pernera que le da mayor movilidad a mi cuerpo, con tela que se adhiere y estira, y una media falda detrás que da la impresión de que tengo puesta una capa.

Tengo dagas ocultas hasta en el escote, algunas amarradas con correas a mis antebrazos y muñeca, camuflajeada en el gris azulado de mi atuendo. Llevo mis gladios gemelos envainados en mi cinturón, anillos de púas, hojas afiladas sueltas en mis bolsillos, rodilleras y protectores de codo y otros en el interior de mi sujetador, todos hechos de láminas de acero. Y, por supuesto, mis botas flexibles con punta de hierro.

Anoche anunciaron la última prueba y nos encerraron a esperarla. Me dieron la oportunidad de mandar a mis Vendidas a buscar lo que me llevaría al evento: ropa, armamento y equipos de defensa.

Pedí lo que me parecía más indispensable y que podía llevar encima sin tener que andar con un bolso a la espalda o una armadura que me restara movilidad. Dudo mucho que si alguien se acerca a matarme en medio de la prueba, tenga tiempo de decir: «Espera, deja saco mi escudo del bolso y seguimos».

Vendida [YA EN LIBRERÍAS] [Sinergia I]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora