Capítulo 16: Mantén a tus amigas cerca

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Se dice que la fe mueve montañas, pero nadie habla de que la desesperanza las puede congelar

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Se dice que la fe mueve montañas, pero nadie habla de que la desesperanza las puede congelar.

Antes de hablar con el rey yo creía en mí misma. No me imaginaba en la cima de nada pero cada vez estaba más confiada en el respeto que podía llegar a inspirar, en que merecía un trato mejor y que tenía los medios para conseguirlo. Me imaginé como una igual a los hombres, pero ambicioné demasiado alto. Aragog no estaba listo para darme un lugar, y como consuelo me permitían jugar con cuchillos con la condición de que no instara a otras a seguir mi ejemplo, de que ni siquiera se me pasara por la cabeza creer que había algo en mí que valiera la pena imitar.

Solo éramos el entrenamiento y yo. Leo intensificó mis prácticas a ciegas, no me quejé, no podía hacerlo, él era el hombre con los sentidos más hábiles que había conocido así que si quería al menos un poco de su don necesitaba trabajar a su ritmo y con sus reglas.

Los combates a ciegas eran la peor. No usábamos armas sino las manos, yo vendada y aquel fuerte y hábil hombre con años de entrenamiento sin nada que le impidiera dejarme como un muñeco de trapo inservible. Cuerpo a cuerpo; solo mi mente, el dolor, y yo. Recibía palizas tremendas que me dejaban adolorida y me arrancaban chillidos retumbantes y lágrimas furtivas, mas yo seguía, recibiendo golpes que no veía anticipaba ni sabía de dónde provenían y lanzando ataques que se perdían en el aire. Pero poco a poco avanzaba, al menos conociendo las mejores técnicas de defensa, los puntos que debía cubrirme y cómo atacar sin quedar demasiado expuesta. Aprendí a conocer el tamaño de mi adversario, hacia dónde debía apuntar mis golpes para que de acertarlos no fueran tan inofensivos.

Llegó un punto en que todo era delator para mí, descubrí que había mucho que podía interpretar a través de la negrura de la nada. El olor a sudor que me anticipaba la presencia de mi enemigo, su respiración que me daba pistas de su proximidad. En varias oportunidades llegué a pegarle y a esquivar su contraataque al instante, agachándome, haciéndome a un lado y luego saltando hacia atrás con destreza para ponerme a salvo de su respuesta y en guardia para su siguiente embestida.

Sí, se puede decir que sus clases me daban fruto.

El arco y flecha eran otro tema. Los odiaba, no conseguía ser lo bastante buena para tener la seguridad de que en un momento de peligro o en alguna misión —suponiendo que el rey me permitiera ejercer— me serían útiles. Odiaba el ardor de mis brazos de tener la rígida cuerda del arco tensada por largo rato mientras decidía si estaba apuntando bien, si no estaba demasiado desviada del blanco, si no terminaría lanzando la flecha al lado contrario. Era muy insegura con esa arma, en especial por la segunda cosa que más odiaba de usarla: mi pulso. Me temblaba desde la mano hasta los brazos, ni siquiera podía sostener una pluma sobre papel manteniendo mi pulso sometido y ligero, ¿cómo lo iba a conseguir con los brazos en alto, sosteniendo el pesado arco, tensando la cuerda, midiendo, concentrada en el objetivo y con miedo a fallar y causar una desgracia.

Yo habría dejado de intentarlo hacía mucho, pero el maestro Aer insistía en que tenía que aprender de todo o sino me expulsaría de su clase. Eso me recuerda que en lo que respecta a venenos no había avanzado casi nada porque ni Ares ni Leo eran expertos en el tema como para ayudarme. No obstante, ya no daba vergüenza ajena en anatomía, y ni hablar de los duelos, cada vez era más diestra sin importar la hoja que pusieran sobre mis manos.
Una mañana me enfrentaba a Ares en un baile continúo y vigoroso de su espada y mis gladios gemelos. Danzamos durante horas igualando nuestras habilidades, llevando nuestra resistencia al límite esperando que fuese el otro el primero en caer, sangrar o rendirse.

Vendida [YA EN LIBRERÍAS] [Sinergia I]Where stories live. Discover now