Capítulo 8: Nunca confíes

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Orión ya no me dirigía ni una palabra

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Orión ya no me dirigía ni una palabra. Nada más allá de lo estricto y necesario. No estaba de acuerdo con que dedicara tiempo extra a entrenar con Leo y Ares, incluso aunque desconocía que con el pasar del tiempo habíamos llegado a entrenar sin la supervisión del maestro Aer; no confiaba en ellos, no confiaba en ningún asesino, pero tampoco podía detenerme y por algún motivo que desconozco tampoco quería implicar a Sargas en el asunto, al punto en que ni me mencionó su reacción con respecto a mi ingreso en la preparación para asesinos del reino.

Mis primeras semanas entrenando sentí que me quedaría inválida. La escalera se convirtió en el demonio de mis pesadillas, y el saco que golpeaba era el rezo que elevaba al cielo para desquitarme. Correr un día después de haber hecho ejercicio de piernas es igual a terminar en el piso entre jadeos y rogar que el ardor pare. Mis músculos chillaban con cada movimiento que daba luego de ejercitarlos, y cada vez que pedía un descanso el maestro me salía con una explicación sobre el ácido láctico en mi cuerpo y añadía que solo podría combatirlo con más ejercicio. Al comienzo sentí que era solo un invento para asesinarme con la agonía de mi dolor, mas al pasar de los días dejó de ser tan absoluto y persistente.

El problema pasó a ser mi respiración, y acostumbrarme a la nueva tensión en mis músculos que poco a poco cobraban presencia en mis piernas que antes habían sido tan menudas.

Todos los días en el salón implicaban una hora de ejercicio físico, luego Aer me acorralada con alguna clase teórica intensiva. Anatomía y venenos, que podría esperarse que fueran las que más fácil se me dieran, resultaron ser un verdadero dolor de cabeza. Cada parte del cuerpo que me aprendía se subdividía en otras, tenía a su vez huesos y vasos con nombres, y así hasta nunca acabar. Y la de venenos era peor, me tomaría años aprender a identificarlos y a preparar un antídoto decente, se puede decir que avanzaba a paso de tortuga con sueño y no es que el maestro Aer tuviera la paciencia como virtud.

Sin embargo, compensaba mis cadencias aplicándome más en otras actividades. Mi puntería mejoraba progresivamente gracias a Ares y mis sentidos se afilaban con los trucos de Leo.

El gemelo mudo sugirió por medio de señas a su hermano —quien me tradujo a mí— que empezara a entrenar con los ojos vendados. Al comienzo me pareció una locura, pero puesto en una balanza de pros y contras, y dado que el único contra era una muerte accidental, terminé aceptando. A partir de entonces todos los días después de cruzar la puerta de la sala de entrenamiento me vendaba los ojos.

Subía la escalera sin la ayuda y seguridad que confiere la visión. Las primeras veces ascendía muy lento, y bajaba casi gateando, pero a la tercera semana ya me permitía subir saltando escalones y bajar con mayor seguridad. Aprendí a escuchar hasta las sombras, a sentir hasta la presencia más sigilosa detrás de mí. A veces me hacían sentarme en un punto recluido por largos minutos sin saber cuándo ni qué atacaría, solo para obligarme a estar alerta y que mis sentidos se activaran cuando el golpe llegara al fin; si lo esquivaba era un punto a mi favor, de lo contrario implicaba media hora de castigo en una lucha a mano limpia con el más fornido de los aprendices.

Vendida [YA EN LIBRERÍAS] [Sinergia I]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora