El último adiós

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Bueno quién dice mañana, dice hoy o ahora. Espero que les siga gustando el fanfic.

Como verán tenemos una portada a partir de aquí. Gracias a MestreNaoMorreu por hacerlo posible. Por el tiempo y las ganas invertidos, mil gracias!🎀 *Un aplauso para ella, no?* Y una manzana! 🍎

Capítulo III: El último adiós.

-Maite…

La voz le llegaba a borbotones y se colaba en sus sentidos adormecidos, casi muertos. Agotados hasta la agonía.

-Maite – repitió aquella voz que ella en su interior quería reconocer como lo que necesitaba – Maite…

-Ca… -su voz se quebró, la garganta le dolía mucho más que en cualquier ocasión – Camino… - dolía, quemaba cada letra que intentaba pronunciar. Se lamió los labios secos y estaban cortados.

-Maite despierta, Maite – otra vez la voz, la insistente voz queriendo sacarla de su sopor y la luz que iba y venía en sus ojos, no conseguía mantenerlos abiertos por mucho que lo intentaba y, finalmente, se hundió en la oscuridad otra vez.

Quién sabe cuántos segundos o minutos pasó en la penumbra hasta que consiguió fuerzas para volver a intentarlo. Un ojo y la luz cegadora, cerrarlo porque no aguantaba el brillo, volver a intentarlo. Lo había visto mil veces, la lucha para volver en sí de aquellos que por poco no perecen, de los que han quedado inconsistentes por herida o golpe. Era un esfuerzo que ella vivía ahora en sus propias carnes. ¿Sería, acaso, comparable a nacer? ¿Cómo venir al mundo por segunda vez, pero sin la protección de una madre que asume la responsabilidad del esfuerzo? Como saberlo. Lo cierto es que le costaba y la garganta seca no ayudaba.

-Agua – susurró con el poco ahínco que le quedaba y su voz le pareció la de otra persona – agua…

Una sombra se dibujó a su vera de inmediato.

-Maite… -la voz, ahora la reconocía – por fin…

Hizo un esfuerzo y apenas consiguió murmurarlo de forma muy poco audible – Sophie…

El cuenco le tocó los labios y ardieron, pero el agua entrando en su boca seca y pastosa hizo que el dolor valiera la pena, que prácticamente quedará olvidado.

-Maite, Mon Dieu – Sophie suspiró profundamente – me tenías inquieta, llevas mucho tiempo a media vela.

-¿Qué ha pasado? – Maite apenas conseguía adivinar los rasgos de su amiga. Estaba cansada hasta el hartazgo y el frío la hacía temblar involuntariamente, a pesar de estar dentro del hospital de campaña y bajo la manta.

-Los han atacado cuando trasladaban al capitán Normand -Sophie hizo una pausa – todos han muerto, menos tú – explicó -  te encontró una avanzada en un estado atroz, casi muerta de frío – le contó mientras controlaba las constantes vitales y sopesaba su temperatura – tuviste una conmoción cerebral y por ello has permanecido en inconsciencia hasta ahora.

Maite recordaba el incidente y su resignación a morir. El arma de aquel muchacho.

-Si no te hubieras recuperado, no me lo habría perdonado nunca…

La morena siguió la voz de la otra enfermera.

-Fue mi decisión ir, no la tuya – dijo con la mayor severidad que le permitió la voz.

La razón detrás de la preocupación de Sophie era sencilla, ella era quién debía a acompañar a los soldados y no Maite. Pero, por su mayor experiencia en el hospital, Maite se ofreció como voluntaria en su lugar. Y así cumplía con una promesa que había hecho unas semanas antes.

Distinto a ella que fue al frente por sus habilidades artísticas, Sophie quiso ir cuando su marido, Nicolás, no tuvo más remedio que alistarse. Era joven, fuerte y, aunque no tenía ninguna experiencia ni formación y ni siquiera era natural de Francia, llegado a cierto punto no había miramientos en la elección, mientras los hombres no tuvieran un impedimento o un estatus que obstaculizara su incorporación a las filas. Y ser un crítico de gastronomía tenía un estatus inferior al requerido para librarse. Sumado al sentido del deber del marido de la artista, no hubo mucho que argumentar. Él llevaba 6 meses en batalla cuando ella apareció en el mismo hospital improvisado que Maite.

Puede que Nicolás estuviera feliz de ver a su esposa luego de tanto tiempo, pero también mostró enfado y preocupación. Ahora tenía algo más por lo que estar inquieto y no sólo su vida. Pero Sophie era persuasiva.

-Sobrevive, vuelve y no tendrás nada de que preocuparte – le decía cada vez que partía a una nueva misión de defensa o de ofensiva.

Y cada vez, él se volvía hacia Maite y le pedía lo mismo.

-Cuida de ella mientras no estoy.

Así que, cuando por fin una oportunidad para cuidarla se presentó, Maite no lo dudo y la sacó del peligro. Y lo bien que hizo. No conseguía imaginar a Sophie en su lugar. El frío que sentía en el cuerpo la hizo estremecer más que la idea, ¿sería secuela de la noche al raso o es que, en realidad, sí que hace frío en aquel puesto? Ella vio quejarse del frío a muchos soldados, pero nunca estuvo segura sí era producto del cuadro convaleciente o de falta de abrigo. No se atrevería a asegurarlo tampoco ahora mismo.

-¿Quién o qué es Camino? – preguntó la otra mujer repentinamente.

-¿Qué?

-No dejabas de decirlo en tu inconsciencia – comentó Sophie – Camino, Camino… - relató – toda la noche y en lo peor de la fiebre más.

Maite tembló entera de nuevo y suspiró. Al parecer, incluso en el peor momento de su cuerpo, con la vida pendiendo de un hilo de suerte, ella seguía aferrándose a Camino con todas sus fuerzas. Su niña, su constante pasara lo que pasara.

-Tengo frío -contestó sin mirar a su compañera, pasando por alto la pregunta.

-Toma – Sophie se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros – ya te darán una nueva cuando lleguen el abastecimiento de hoy, mientras tanto usa la mía.

-Pero tendrás frío – cuestionó Maite agarrándose igualmente con fuerza a la prenda.

-Me sentaré al lado de la hoguera, no te preocupes – le sonrió amablemente – procura descansar.

Cuando iba a salir, Maite la detuvo.

-Sophie… ¿Has sabido alguna cosa?

La mujer sonrió tristemente, pero negó.

-Nada…

Maite se recostó en la cama y soltó aire, la chaqueta le estaba quitando el frío, pero no la sensación de pesadumbre. Debería estar feliz por haber salvado la vida, pero no podía estarlo completamente. Nadie podría en medio de este caos llamado guerra. Sophie se esforzaba por estar bien a pesar de que llevaba meses sin saber de Nicolás. No luego de que lo enviarán a Ypres, en Bélgica. Y sobre ese sitio solo había silencio y rumores. Rumores de los peores, barro y sangre. Incontables bajas que se redondeaban a millares.

Y ni uno solo de los rumores tenía el nombre de Nicolás, pero al mismo tiempo todos lo nombraban. Maite lo sabía y Sophie también. A pesar de esa espina, se durmió por el agotamiento.

Y aquí estaba. Meses después, intentando su primer cuadro y pensando en sus amigos. En su último adiós. Uno que ella presenció y se prometió incluir. Pensó en empezar por ellos porque, aunque fuera una memoria triste, tenía la pincelada luminosa del amor.

-Que hermosa pintura, sobrina – Armando pasó a ver a Maite a mitad de día - ¿quiénes son?

-Unos amigos, ella era voluntaria conmigo y él estaba en un pelotón de avanzadilla.

-Una posición arriesgada – comentó el hombre.

-Fue asignado a Ypres – explicó Maite – hasta que me fui no se sabía nada de su suerte.

Maite rememoró el momento en que debió subirse al vehículo que la trasladaría a París. Decidió darle su chaqueta a Sophie.

-Tómala, en unas horas estaré en la capital y tendré abrigo de sobra – le dijo – aquí seguirá haciendo frío.

-Tu tío ha sabido mover rápido sus contactos – comentó la mujer.

-Podría haberme preguntado si yo deseaba marcharme en primer lugar – replicó la morena.

-¡Por Dios, Maite! Esto está a poco de acabar, ¿no has puesto tu vida lo suficientemente en peligro? – le recriminó – vete a casa, vete a pintar.

Las dos se quedaron en silencio viendo llegar el coche que las separaría.

-Aun no sabes nada, ¿verdad?

-No – Sophie suspiró – el capitán sigue sin querer darme parte de su pelotón, como si pudiera tapar para siempre la verdad.

-Quizás realmente no lo sabe – dijo Maite.

-Quizás – Sophie le dio una palmada en el hombro – vete a casa.

Fue la última vez que habló con ella y nunca supo si la joven artista había conseguido saber algo de su marido. Mirándolos en aquel cuadro y, si no fuera por el contexto y la lúgubre atmósfera del sitio, eran sólo una pareja en un adiós.

-Es una pieza hermosa – susurró Armando y el hecho de que no hubiera dicho nada sobre el destino de Nicolás decía más que cualquier intento de su parte para tranquilizarla. Sí no lo intentaba era porque no había buenas nuevas.

Maite negó con la cabeza – No – miró la pintura, su primer intento de volver a ser la artista – falta magia, falta algo…

-¿Color? ¿Luz? – quiso saber el hombre.

-No, a mi me falta algo – Maite supo que su tío la miraba sin necesidad de observarlo también – aquí – se tocó el pecho con la parte de atrás del pincel – no logro… no logro conectarme con el pincel, con el color – suspiró – le falta vida.

-Creo que eres demasiado crítica, a mi me parece una pintura muy bella – respondió Armando y siguió con la mirada a su sobrina mientras la veía dejar sus utensilios.

-Creo que necesito un poco de aire y sol.

-Es una buena idea, hace un día magnífico – Armando la acompañó a la puerta – disfruta del paseo.

-Hasta luego -Maite salió sin esperar por más ni escuchar la conversación que su tío mantenía con Susana. Después de todo, seguro hablarían de ella, de su estado anímico y no le apetecía escuchar a nadie dar opiniones sobre asuntos que no entendían en realidad.

Una dosis de sol siempre viene bien. Es lo que pensó aunque los pies la llevaron hasta un sitio del barrio en particular. No había visto el restaurante en 5 años y, al asomarse desde el exterior, todo parecía seguir allí, quieto, inamovible. Las mismas mesas fuera y dentro, algo más desgastadas, pero las mismas. El orden clásico de la dueña decorando cada rincón. La invadió una sensación de nostalgia, pero al mismo tiempo nada parecía igual. Nada. Aquello le causó ansiedad y no se quedó a ver más. Sabía por qué había ido hasta allí, la esperanza que tenía de verla la había dirigido casi involuntariamente. Pero sí se quedaba, si volvía a verla otra vez en su nuevo mundo, casada y con una familia, eso la destrozaría. ¿Alguna vez conseguiría encajar ese golpe? Cuando menos lo suficiente como para alegrarse más por su felicidad que sufrir por ella, como para sonreír sinceramente durante unos segundos sin desviar la mirada y desear morirse.

Se fue tan rápido como llegó a su destino y el resto del tiempo lo vagó bajo el sol, cerca del río, buscando una calma que no acababa de hallar del todo. Temía haber llegado a un punto de no retorno donde el pincel y ella nunca volvieran a ser los mismos, los cómplices que fueron. ¿Qué le faltaba a su último adiós? ¿Qué?

Volvió a casa fuera de la hora de la comida y se preparó para el sermón de Susana. Pero encontrar a su tío esperándola en el salón con un papel que figuraba un comunicado en la mano, le dijo antes de tiempo que no eran buenas nuevas. Ni eso, ni su expresión.

-Parece una broma del destino, Maite, una broma cruel – dijo levantándose y pasándole aquel papel.

Era un telegrama para ella. “Nicolás. Muerto en batalla. Sophie”. Y no es que ella no lo supiera, no lo intuyera, pero ¿por qué? ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil?

-Sobrina…

-Quiero estar sola – no le permitió decir nada, no se quedó a escuchar.
Desanduvo las calles sola, las anduvo casi perdida, como si tuviera que despertar de una pesadilla y nunca pudiera. Ahora Sophie, su amiga, estaba sola y Nicolás muerto. Ese joven que iba a ser un crítico de renombre y a formar una familia ya no sería más que un nombre, un número y una pena perpetúa para su viuda. Ella que había jugado su vida por tenerlo cerca, que le bastaba con verlo volver, se quedaría sola sabiendo que no volvería a verlo jamás. Ni a oír su voz, ni a escuchar su risa o sus bromas mayormente tontas.

Y así fue como terminó en la plazoleta, sentada en el mismo banco de siempre, paladeando la soledad. Este día los niños se dejaron los juegos para otro sitio y solo había silencio. Silencio y su tristeza. Hubiera querido llorar, pero hasta ese alivio le había quitado la guerra. A veces de tanto que sentía ya no sentía nada y no sentir puede ser el final para un artista. Se quedó allí mientras el sol se escondía entre las nubes y la noche, pensando en ese beso y el arrullo del final. En la forma en la que Nicolás le sonrió a Sophie y le acarició la mejilla, con ligera pena, como se miraban y se bebían con los ojos para no tener que dejarse ir. Y lo supo, ella ya había sentido ese adiós. Lo había vivido de primera mano en un puente cercano años atrás. Ella tampoco volvería a oír la misma voz, ni la misma forma de reír con la que Camino solía adornar sus días. No había querido abrir el pecho al pintar, lo había reprimido, si, había reprimido aquel pensamiento y por eso no conectaba con su obra. Se distanciaba de ella a posta porque le hacia daño entender que, en realidad, tenía más en común con esa pintura que lo que cabría suponer. El último adiós. Se sorprendió al ver las lágrimas descender por su rostro, pero no tanto como cabía esperar porque Camino era lo único que la emocionaba en verdad. Que la conmovía.

-Doña Maite… -se recompuso en cuanto lo escuchó. ¿Qué hacía él aquí? – Doña Maite, perdone la intromisión.

Ildefonso Cortés, en persona, se presentó delante de ella y no tardó en sentarse a su lado.

-¿Qué hace aquí? ¿Qué quiere?

-He coincidido con su tío en el Ateneo, me ha confiado las malas noticias que ha recibido usted hoy.

Las malas manías son las que se pegan más rápido sin dudas y su tío estaba aprendiendo de su mujer muy bien la ausencia de discreción.

-Ya veo…

-No se enfade con él, está preocupado simplemente – lo dispensó el heredero de los Pontones - ¿Fue una noticia inesperada para usted?

Y aunque la muerte es inesperada en un hombre tan joven como lo fue Nicolás, no lo era a la luz de la contienda. Maite llevaba mucho tiempo intuyendo el desenlace.

-No, pero, ya sabe lo tontos que somos los hombres, queremos tener algo de esperanza.

-Lo sé, la guerra se cobra demasiados sacrificios y una esperanza nunca viene mal para seguir – reflexionó el joven marqués – será mejor encontrar algo más en que aferrarse.

-Usted ha vivido la guerra y aún posee esperanza por lo que entiendo. ¿Cómo lo hace? – cuestionó Maite que, sin quererlo realmente, tenía que reconocer que las palabras de este hombre la identificaban. O sólo necesitaba desahogarse con alguien que no le mostraba piedad, sino que entendía que la piedad de poco le sirve a un alma rota.

-Soy padre, Maite, no puedo permitirme criar a mi pequeña sin esperanza.

-Tiene razón – la pintora se sintió cómoda y advirtió una madurez diferente entre el padre de Elisa y el joven que la ayudó a salir de la cárcel – ha cambiado, hace tiempo se hubiera batido a duelo por defender la lucha armada.

Ildefonso soltó un bufido y se tapó los ojos con cierta vergüenza – No me recuerde por esa acción impulsiva y estúpida, por favor – le pidió – en esa época apenas llegaba del frente, estaba – hizo una pausa más larga de lo normal buscando una palabra – dañado – soltó finalmente – de maneras que un hombre no podía ni expresar, así que creía que el remedio era defender la existencia de aquello que se había llevado a mis compañeros, a mi propia fuerza – susurró – sentía que si no lo hacía, no los honraba.

Maite entendió la actitud de aquel joven Ildefonso, tan impetuoso, tan agresivo.

-El honor de los caídos es algo que no debe dejar de recordarse o defenderse, lo entiendo – le dijo.

-De todas formas, hay otros medios más apropiados para honrar a los caídos – respondió Ildefonso – no derramando más sangre – la observó – usted tiene su pincel y puede honrar para siempre la muerte de su amigo.

-Tiene usted razón – estuvo de acuerdo Maite – lo haré – lo observó unos instantes antes de preguntar - ¿Lo hizo alguna vez? ¿Perdió la esperanza?

El joven suspiró y asintió – Hubo un tiempo en que estuve a un paso de perder la cordura y comencé a idealizar un pensamiento atroz…

-No tiene que contármelo si no lo desea – Maite notaba la tensión absoluta en los hombros del hombre, su crispación.

-Debo, nunca se lo he contado a nadie, pero quizás le sirva de advertencia para no dejarse consumir por el desaliento – tomó aire y lo soltó – hubo una época en que buscaba consuelo donde fuera, pasaba largas horas caminando por la vera del río y buscando calma en sus aguas…

Maite notó el tinte oscuro en el tono de voz de su acompañante y no pudo evitar un escalofrío al recordar que, ese mismo día, ella había echó lo mismo. No sabía con exactitud lo que seguía, pero le temía antes de oírlo.

-…hasta que un día lo pensé, pensé en lo fácil que sería apagar el trauma, el daño, recibir lo que pensé que merecía – la voz de Ildefonso se quebró – era un cobarde de todas formas, sólo tenía que juntar fuerzas para hundirme y no querer salir – vio a Maite estremecerse – no se altere, sé que es horrible de oír, pero lo evidente es que, al final, no lo hice.

Maite lo observó incapaz de decir nada. Se detuvo en el semblante entre serio y afectado de él, sin saber que debía o no decirle. Al final, optó por la practicidad del querer saber.

-¿Qué lo detuvo?

-Saber que hubiera condenado a algo similar o peor a Camino -  Maite pestañeó visiblemente – yo era lo único que ella tenía en ese momento porque su madre sólo le traía quebraderos de cabeza, su hermano y amiga estaban lejos, y de usted no sabíamos nada en absoluto – confesó – había asumido un compromiso y no quería fallarle – sonrió tristemente – y Elisa tardó en llegar todavía, ya con ella en muestras vidas todo cambió, pero en ese momento sólo me tenía a mí.

Maite sentía una enorme carga sobre los hombros. Saber del propio marido de su pequeña lo difícil que había sido todo tras su partida le llenó el corazón de congoja.

-¿Tan mal estaba ella?

-La vi apagarse día a día, poco a poco, desolada y como adormecida – recordó el hombre – sólo recuperó la fe con la llegada de esa pequeña que nos ha dado una razón para vivir a los dos.

En ese momento, y aunque le pesarán las circunstancias y lo que implicaba el nacimiento de la niña, Maite le agradeció al destino haber vuelto madre a Camino Pasamar. Estaba claro que esa niña dulce y educada les había salvado la vida a sus padres.

-Elisa es maravillosa.

-¿Verdad que sí? Tiene los ojos de su madre – comentó el hombre.

-Y el intelecto de su padre – reveló la morena.

-Oh no, ella está muy por encima de mí – aseguró Ildefonso.

-Es usted un padre orgulloso, por lo visto.

-No podría menos – Ildefonso se volvió hacia ella - ¿Se encuentra mejor?

-Sí, gracias por contarme y por oírme – aseveró Maite – tiene razón, tengo que honrar a mi amigo y a su esposa, después de todo he sido yo la testigo afortunada de su último momento juntos.

-Entonces perpetúelos en el arte por lo que no podrán en la vida – Ildefonso le tomó las manos con cariño – váyase a casa, vaya a pintar.

A Maite la voz de Sophie le resonó en su memoria. Sonrió.

-Gracias, Ildefonso – ambos se pusieron de pie y se dispusieron a marcharse.

-No dude en buscarme cuando necesite hablar.

-Puede que lo haga – dijo Maite – después de todo tenemos algo en común.

-¿Algo en común? – el joven heredero sonrió de una forma especial – yo diría que tenemos mucho en común – lo decía con una seguridad que dejó a Maite confusa – Buenas noches, doña Maite.

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Bueno y qué tal??? Me merezco la manzana de hoy?

Esto no va a ser tan fácil. Quiero que lo sepan, pero espero que me acompañen. Y me tengan fe.

RenacerWhere stories live. Discover now