El Enemigo Invisible

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Buenos días! Aquí estoy de vuelta. Este capítulo es quizás menos tenso y una necesaria transición para entender y caminar junto a Maite.

Gracias a todxs por leer. Nos vemos al final!

Capítulo V: El Enemigo Invisible


Las calles de París tenían ese color particular del otoño casi invernal cuando Maite salió de su refugio en Montmartre. Luego de meses de haber puesto un pie en la ciudad que antes supo cobijarla y darle paz se resignó a que aquella sensación estaba lejos de sus opciones. O era la guerra que los acosaba o su propia guerra interior, pero no conseguía dar un paso por esas calles sin que la atrapara y la apretara el vacío y la sensación de falta, a veces hasta estrangularla. Aquella perversa emoción que la hacía sentirse prisionera de la ciudad sin estarlo en realidad, pero cuando nadie se animaba a dar un paso fuera de los límites era cómo si se convirtieran en muros y barrotes, por muy ciudad que fuera. A peor, la urbe llena y, a pesar de ello, las noches vacías de su antiguo encanto parisino con todos encerrados en sus casas temiendo a un enemigo, por ahora, invisible, pero que dejaba estragos por donde pasaba y no cesaba de dar malas nuevas.

¿Quién lo hubiera dicho con certeza y quién hubiera podido pensar que nunca pasaría? Los que lo dijeron, nunca pensaron que sería para tanto. Dieron la voz de advertencia con un tono de poca alarma, no supieron ver como otros estaban sucumbiendo al paso acuciante de este mal. Los que pensaron que nunca pasaría pecaron de incautos y de vivir una sensación sobrevalorada de comodidad. Como si fuéramos dueños de una realidad que llevaba demasiado tiempo inalterable y que se creía conquistada completamente en todos los ámbitos. Menuda bofetada. Allí estaba aquel mal, otro de esos que marcaron la tierra con sus huellas y la cambiaron para siempre, transformando lo que se conocía como vida hasta ahora. Y tan lejos de terminar, además.

El segundo jinete del Apocalipsis, diría la tía Susana. Una guerra de una magnitud nueva para la Europa del nuevo siglo. Los primeros se daban palmadas preguntándose cómo pudieron pensar que no sería nada cuando aquellos ejércitos avanzaban y arrasaban, a voluntad, vidas e historias sin la menor contemplación. Los segundos se arrepentían de sus presunciones y de su egolatría, mientras despedían a hijos y a padres, a madres y a hermanas esperando, con rabia y algo de corazón, que ese no fuera la última palabra, el último adiós, la última mirada y el último abrazo en esta vida.

Maite lo veía todo y todo le parecía un sueño atroz. Ella que volvía de su propia pesadilla personal, caía en el sueño desgastante y aterrador de todos los demás. Y no es que fuera inmune a la guerra, más bien lo que pasaba era que cuando te sientes en el fondo del pozo no hay adónde hundirse. O, al menos, eso creía ella en ese momento del mundo. En una pesadilla dentro de un sueño atroz no había donde huir. No era raro que los colores del otoño le parecieran más deslucidos que nunca, ¿verdad? Eso se preguntaba y temía responderse desde que había dejado España atrás con igual nivel de premura que de cobardía. Era un consuelo saber que al menos el país se mantendría fuera del problema. Al menos ella estaba a salvo. O eso quería creer.

Ya era consciente del sufrimiento que le había causado, pero, al partir, estaba más concentrada en paliar su sacrificio, el cual consideraba como lo mejor para la seguridad de Camino, que en percatarse del enorme tormento que pudiera causarle con su partida. Cuando llegó y vivió en carne propia la pena y la soledad, fue el momento en que comenzó a preguntarse qué tanto se había equivocado al dejarse convencer por aquellos que le advirtieron un destino peor para las dos que estar separadas.

¿Peor que estar separadas? ¿Había algo peor que eso? En el otoño de 1914, con las calles de París pesadas, grises y desangeladas, dudaba que existiera algo peor. El enemigo invisible que acechaba a los habitantes de París y del mundo no le llegaba ni a los talones a su martirio personal. Ella tenía su propio enemigo que la vencía todas las mañanas que se despertaba sola y las noches de insomnio cuando la necesidad de volver a sentir esos labios que tuvo la osadía de hacer suyos se volvía tan compulsiva que quería gritar por tanta urgencia. Esos labios que la exploraron con lentitud a veces, otras con desespero y ardor, siempre marcándose en su piel como una huella imborrable. Qué poco le parecía ahora cada momento de amor y de deseo a la luz de la falta. Tendría que haber besado más, tendría que haberse anclado a la piel, a cada pliegue, a cada lunar, a la cintura que tan bien se ajustaba a sus manos, a esa voz, a esa mirada, a esa sonrisa que eran su alimento en los momentos más bajos. Tendría que haberse quedado con ella porque ahora mismo la vida carecía de sentido en su ausencia.

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