No puedo, no debo

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Bueno, avecillas, me acompañan en este nuevo tramo del periplo?

Capítulo VII: No puedo, no debo…

Luces, sombras y más luces. Una vez que sus sentidos se acabaron de despertar, una vez que la sangre fluyó por sus venas por completo, una vez que sintió los pies sobre la tierra de nuevo fue el momento en que Maite se permitió volar. Emocionalmente, artísticamente. Apagada como había estado hasta ese momento, tenía la sensación de que no conseguía hacer pie del todo. Y si no haces pie, no puedes impulsarte. Y si no puedes impulsarte, ¿cómo saltar? ¿ Cómo lanzarte? ¿ Cómo levantar el vuelo?

Todo el sufrimiento y el trauma, todo el remordimiento y el resentimiento que sentía consigo misma, le habían impedido ver nada más que un páramo oscuro donde la vida se sucedía, pero ella no. Su forma de encontrarse con la vida estaba distorsionada, sentía que no tenía una razón para seguir. Enamorada de un recuerdo al que rompió, sin una misión que cumplir y con una pelea brutal con su sensibilidad, perdió su don, lo que la hacía especial. Y sin ello no era nada. No era nadie.

Con la luz de la inocencia primero, con el choque de un beso no resistido del todo y, finalmente, con aquel golpe que le dejó la mejilla dolorida, pero el alma ardiendo. No porque fuera una herida, sino porque en su furia había temor, había una resistencia desesperada. Y eso era una emoción mucho más dulce que la indiferencia. Eso abría puertas y abría sus alas para que se dejará llevar por el aire nuevo de un páramo no tan helado, ni tan desamparado como antes. La vida sucedía y Maite sucedía con ella.

Y, por momentos, volaba. Se dejaba llevar.

Su reconciliación con la pintura comenzó con un descarte. El cuadro que pintaba cuando Camino llegó acabó en un rincón. Verlo le destrozaba la sensibilidad porque, aunque ella sabía que tenía la armonía totalmente rota por la falta de humanidad, la ausencia de magia no se la merecía ni siquiera una trinchera, ni siquiera un puñado de soldados rotos y desmoralizados. Ver su cuadro era un testimonio de que ella, Maite Zaldúa, era una muerta que caminaba durante todo aquel período de tiempo.

Pero ahora había conseguido respirar otra vez y todo era diferente.
Lo descartó. No a la idea que era bien intencionada, pero si el cuadro que no tenía solución. Uno a uno, sus rincones se colmaron de aquellos intentos muertos que no había conseguido acabar. Que había destrozado más bien.

-Nos volveremos a ver en otro lienzo donde  pueda hacerles mayor honor – les susurró sabiendo lo extraño que sonaría hablar tan sola.

Y así fue como se quedó frente a la única pintura a la que podía rescatar de la fuerza de su miseria. Una que había conseguido gracias a tomar aire prestado de un recuerdo y gracias a un amor prestado que su alma agónica se negaba a destinar al olvido. La primera. El último beso de sus amigos. Y con el alma llena de los mismos colores que la paleta que siempre la ayudaba a canalizar sus emociones y su arrojo, fue dándole puntadas, pinceladas a pequeños rincones que no había podido ver hasta entonces. El vestido de Sophie, la expresión de Nicolás, el sol que se alzaba con un aura rosácea, todo cobraba vida gracias a su pincel que por primera vez se colgaba a su visión, a su interior.

Y, por fin,  las luces y las sombras bailaron a su son y no al revés.

Maite las hizo suya a todas y cada una de las combinaciones de colores, de texturas, de perspectivas. Todas eran sus cómplices y se movían a su ritmo. Tanto que la imagen comenzó a moverse y el beso se repitió frente a ella, pero se negó a que fuera el final así que los figuró más felices que aquel día atroz.

-Estas guapísima, Sophie – le dijo a su amiga y la figuró con aquella mirada de sabiduría coqueta.

-‘Por supuesto, ma cherie' – le replicó su amiga desde su pintura con sus modales pícaros que le causaban siempre una sonrisa – ‘habrase visto algo diferente’.

RenacerWhere stories live. Discover now