1. El artista del café con crema

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Las mañanas en el café empiezan temprano

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Las mañanas en el café empiezan temprano. Mi abuela y yo tomamos el transporte a la calle del café acompañadas por las luces del alba, y empezamos a preparar todo apenas llegamos al local.

Bajamos las sillas de las mesas, recogemos los libros que los clientes del ayer dejaron desordenados por la estancia y encendemos las máquinas de café. Como siempre, las primeras dos tazas son para mi abuela y para mí, y hacemos una extra para Rachel que siempre se toma unos minutos más que nosotras en llegar. Pasamos una barrida por la cocina y el salón como último recurso.

Cuando terminamos con la limpieza, compartimos entre nosotras una mirada de comadrería al mismo instante que Rachel hace sonar la campanilla de la entrada, una intachable sonrisa presente en su rostro y un atisbo de la misma expresión que mi abuela y yo compartimos.

Sin necesidad de decir algo, las tres nos acercamos al más precioso secreto de nuestro café: Una pequeña caja, hecha de madera y con flores que Abu, mi hermana y yo pintamos hace unos años. Pero es lo que guarda en su interior que es preciado: Dibujos.

Cuando mi abuela abrió la cafetería por primera vez, en medio de los años 80, tenía muy clara la imagen que quería portar. Un lugar dedicado al arte que invitara a sus clientes a utilizar los utensilios repartidos en cada mesa, esperando ser usados en dibujos y bosquejos. A veces hay muchos, a veces hay pocos;  siempre tenemos la suerte de encontrarnos con al menos uno.

Y esta mañana tres nuevos dibujos descansan en el fondo de la caja.

Mi abuela los toma entre sus manos, acercándolos a su pecho como si fueran un tesoro, y es que, de alguna manera, lo son. Abu es una amante del arte, aunque no muchos son testigos de la intensidad con la que sus ojos brillan cuando admira cada uno de los dibujos que nuestros clientes le dejan.

Y es con ese cariño extremo que ella los coloca en la pared del arte, donde miles de bosquejos han encontrado su hogar. Se trata de un mural gigante que nace desde lo más recóndito del suelo y que crece hasta lo más alto de techo. Está forrado de hojas, colores y pins que sostienen las hojas. Los primeros dibujos en ser dejados, esos que nacieron el primer día del café, siguen enterrados debajo de las nuevas obras.

Mi abuela, olvidándose de sus 65 años, comienza a subir la escalera deslizante que adquirimos hace un año, subiendo cada peldaño con la mente distraída en lugares disponibles para cada dibujo. Mi corazón se va achicando más y más ante la idea de que pierda el equilibrio o se resbale, pero la mujer es tan testaruda que rechaza cualquier ayuda que Rachel y yo ofrecemos.

Así que, mordiéndome la lengua, espero pacientemente porque Abu termine de organizar los dibujos y baje de la escalera.

Cuando sus pies tocan el suelo, vuelvo a respirar; el aire entra en mis pulmones y el color regresa a mi rostro, dejando que mi mente divague entre los nuevos integrantes de la pared.

Son dibujos tan pequeños y monocromáticos que no encuentro la emoción. Abu los ve con el pecho inflado de orgullo.

Sabiendo que no queda nada más por hacer, Rachel y yo nos colocamos tras la barra, a la espera de que nuestros clientes matutinos lleguen. Pero mi abuela no se inquieta, se queda ahí, admirando los años de dibujos que su local ha almacenado.

Trazos AzulesOù les histoires vivent. Découvrez maintenant