24. Rojo

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Pasamos el resto de la mañana encerrados en su habitación, entre lienzos a medio terminar y una cantidad exhorbitante de lápices de diferente carbón. Hay varios dibujos míos colgados en las paredes, y otros más de sus hermanos, y apenas un puñado de retratos de su madre. Una mujer preciosa que parece perderse en la memoria de sus hijos, que apenas asoma su presencia en los ojos que comparte con 4 de sus hijos. Luke tiene los ojos de su padre, verdes y orgullosos.

Los reconozco al ver la fotografía que reposa sobre el velador de mi artista. El retrato de una familia feliz. Los cuatro hermanos arrodillados alrededor de su madre, una señora sana y sencilla, con una sonrisa que contagia a su familia, y que en sus brazos carga un pequeño bulto rubio: Charlotte. Todos miran directamente a la bebé, celebrando la llegada de un nuevo miembro, pero el señor, aquel que posa tras de todos con una postura correcta y de hombro anchos, tiene la mirada fija en su esposa. E incluso si es una fotografía vieja, se nota el amor que rebosa en sus ojos, el cariño que aún conserva por su esposa.

Quizá un poco como mis padres en su tiempo.

Para la hora del almuerzo, abandonamos su casa aún vacía. Sus hermanos siguen en el colegio y Charlotte en su primaria. Se escucha cierto ajetreo en la cocina, pero Peter me dice que solo son los cocineros. Porque sí, tienen cocineros. Y me pregunto cuándo habrá sido la última vez que su mamá cocinó para ellos.

La última comida que mamá hizo para Mack y para mí fue un gumbo. Siempre intentaba que el plato le saliera bien, pero nunca parecía tener la cantidad de sal correcta. Esa última vez, ni Mack ni yo nos quejamos del sabor salado, y nos tomamos cada gota del plato porque sabíamos que probablemente nunca más probaríamos algo de mamá.

Una semana después el dolor en su cuerpo era tan fuerte que no podía levantarse de la cama, y yo aprendí a hacer el gumbo para alegrarla. Era su comida favorita.

Nos montamos en la motocicleta de Peter y empezamos el trayecto que pronto me resulta familiar. Aparcamos frente a la casa victoriana que está en nombre de Peter, un regalo de amor rechazado por uno de los peores dolores.

Dejamos la motocicleta guardada en el patio de atrás y entramos al cobertizo.

Me sonrojo un poco la recordar la última noche que pasamos aquí, ¿volverá a terminar así? ¿Con nuestros cuerpos uno sobre el otro?

Mi artista se me acerca por detrás y enreda sus brazos alrededor de mi figura. Antes de que pueda sentirme cohibida, Peter calma mi ansia con un beso que me deja en el hombro.

- Hoy quiero que demos un paso más. Déjame dibujarte sin nada que te cubra el pecho.

La propuesta me toma desprevenida. Vamos capa por capa, y sí he estado considerando eliminar más prendas. Pero, aún no sé si estoy lista.

El silencio nos invade, invade este santuario que mi artista ha creado para nosotros. Tengo un pecho amplio, un par de senos talla D. Y están llenas de líneas blancas, y más que montañas erguidas, parecen globos desinflados. No me gustan.

Tengo la garganta seca, y trago ruidosamente para humedecerla. Peter afloja su agarre, y el silencio parece expandirse aún más. Nos devora enteros.

No me doy la vuelta, Peter me rodea hasta quedar frente a mí. Bajo la mirada, porque esa llama de vergüenza ha comenzado a encenderse en mi estómago, pero Peter nunca deja que me esconda de él.

Me aparta el cabello que cae como cortina, y levanta mi rostro para atrapar mi mirada con la suya. Hay admiración, hay calidez, y hay entendimiento. Él solo me está pidiendo algo, y yo puedo decir que no.

Tal vez mañana, tal vez la próxima semana me atreva; esta noche ambos nos contentamos con el tímido bralette violeta que Mack consiguió para mí.

- Puedes hacer tu pregunta del día si te hace sentirte más cómoda – Me dice Peter desde el caballete, la pintura azul aún fresca en la punta de sus dedos y la mirada fija en la obra que pinta.

Trazos AzulesWhere stories live. Discover now