47. Todo es Culpa Mía

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Mi cuerpo se notaba pegajoso, como si me acabaran de embadurnar en agua y unos escalofriantes hormigueos no tardaron en recorrer mi espalda

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Mi cuerpo se notaba pegajoso, como si me acabaran de embadurnar en agua y unos escalofriantes hormigueos no tardaron en recorrer mi espalda. Era sudor frío. Tal era la pesadez en los brazos y piernas que me costaba moverme con normalidad y un agudo dolor parecía haberse adherido a la zona derecha de mi rostro cuando hice un fatídico intento de abrir los ojos. Además, el agobio que notaba en el pecho me abrumaba y los acelerados latidos de mi corazón se encargaban de acentuarlo.

La peor parte; sin embargo, se la había llevado la cabeza. Sin duda alguna. La pesadez que sentía en ella me impedía abrir los ojos, pero me esforcé por conseguirlo. A pesar de que la intensa luz de los focos del techo me cegaba, en mi borroso campo de visión pude visualizar que me encontraba en una extraña y desconocida habitación.

Y estaba sola, el silencio que había en ella era ensordecedor.

Tenía demasiado calor y mi boca pedía a gritos agua. Reuniendo fuerzas de donde me faltaban, traté de incorporarme y apoyé mi espalda sobre lo que parecía ser el cabecero de una cama. Sentía una mullida superficie bajo mi cuerpo, un colchón, y enseguida reparé en que me encontraba torpemente envuelta por unas calurosas sábanas cuyo estampado era de cebra. Además, llevaba el mismo vestido que había llevado durante la noche y no pude evitar fijarme en que este estaba manchado con gotas oscuras, preguntándome al instante que cuándo me habían derramado algún líquido encima.

Aquello era demasiado extraño. ¿Qué es lo que había pasado?

No alcanzaba a comprender qué estaba haciendo, cómo había llegado ahí y qué clase de sitio era ese. No había ningún recuerdo que me diera una sola pista de ello.

Cuando intenté apartarme esas sábanas del cuerpo y salir de una vez de la cama, unas repentinas náuseas azotaron mi estómago. Por puro instinto, corrí hacia la primera puerta que vi y, por suerte, vi que había acertado de lleno cuando descubrí que detrás de ella había un minúsculo cuarto de baño. Presentaba solamente un lavabo y un retrete, pero era más que suficiente para cumplir su función. Con urgencia, me puse de rodillas a él e intenté apuntar hacia su interior. Las arcadas se intensificaron y en segundos devolví parte de la ingesta de anoche, de la que no tenía un mínimo recuerdo.

Me quedé jadeante, mirando el inodoro, con falta de aire y el ambiente tan caluroso de esa estancia no ayudaba. A pesar de haber vomitado, me seguía encontrando igual de mal y el mareo no se había desvanecido del todo, pero me obligué a levantarme. Conseguí llegar al lavabo, a pesar de que mis piernas temblaban de debilidad, y me apoyé sobre él para no caer.

Cuando alcé la vista, pude verme reflejada en el espejo que había pegado a la pared y sentí por un instante que el tiempo se detenía ante mi imagen. Tuve que pestañear varias veces para asegurarme de que mi vista no me estaba jugando una mala pasada y que era real lo que estaba viendo.

Me llevé una mano al pómulo derecho para tocarlo, entendiendo ahora el motivo por el que sentía tanto dolor en esa zona del rostro. No se trataba de solamente molestia en la cabeza, sino que tenía un oscuro cardenal en la zona de la mejilla y no alcanzaba a recordar cuándo me lo había hecho. Ni tampoco si me lo había hecho alguien.

Desde que Llegaste. © #1 [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora