Capítulo 4

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VÍCTOR

La pija volvió a la mañana siguiente al mercado. Entró con la bicicleta y una sonrisa de ser dueña del mundo. Llevaba el pelo suelto, lo tenía absurdamente largo, aunque bonito, eso tenía que admitir. Unas ondulaciones de color castaño claro que caían como una cascada. Era bajita y abultaba poco. Llevaba la mochila del día anterior, que por alguna razón me recordaba a Indiana Jones. Pareció mirar todos los puestos excepto el mío. ¿Habría probado el tomate? Viendo lo maleducada que era, lo habría dejado en la nevera o incluso lo habría tirado. Le perdí la pista y despaché a varios clientes. De repente, la siguiente en la cola era ella.

—Hola —dije, porque yo sí sé saludar.

—¿Puedo atreverme a pedir algo o serás tan borde como ayer?

—¿Yo borde? —pregunté ofendido. Detrás estaba la señora Gutiérrez, así que sonreí; no podía coger mala fama—. Discúlpame, será un malentendido. ¿Qué querrías llevarte?

La chica pareció contrariada y miró en derredor. Su mirada brilló al ver a la otra clienta.

—Me gustaría que me explicases por qué esos tomates son tan caros —dijo señalando a la variedad Valenciana.

—Te lo conté ayer, ¿no te acuerdas? —sonreí con tensión. No quería darle lo que quería.

—No, la verdad —sonrió con inocencia.

—Venga, Víctor, cuéntale a la chica —se inmiscuyó la señora Gutiérrez.

—Claro. —Cedí y le expliqué las variedades de tomates y para qué podía utilizarlos.

—¿Y las patatas?

Contuve el suspiro de fastidio que quería lanzar y le enseñé las patatas agrias, las rojas y las Monalisas. También le expliqué el resto de hortalizas que vendíamos.

—Bien. Ponme un kilo de tomate Valenciano y un kilo de patatas agrias.

—Por favor —dije por lo bajo.

—¿Qué has dicho?

—Que si has probado el tomate que te di ayer.

—Sí.

—¿Y te gustó?

—Sí.

—¿Cuánto?

—¿No ves que me estoy llevando un kilo?

Por un lado, me arrepentí de haberle regalado ese tomate el día anterior. Ahora vendría a menudo. Por otro, dinero asegurado. Estaba claro que podía permitirse comprar todos los tomates que quisiera. La mañana pasó con relativa tranquilidad. Seguían llegando veraneantes, pero todavía no lo inundaban todo. Mientras recogía, una voz habló a mi espalda:

—Eh, Vergas. —A mis amigos les hacía mucha gracia mi apellido, Vargas, y siempre andábamos vacilándonos.

—¿Qué pasa, Pacojones? —dije sin girarme a mi amigo Paco.

—Iván ha venido ya, mi madre ha visto a la suya.

—Échame una mano recogiendo y vamos a su casa.

En Villa del Valle el sistema más rápido de comunicación eran los vecinos. Formaban una red más rápida que Internet, algo que era muy útil, aunque rápidamente podía volverse en tu contra. Entre Paco y yo recogimos bastante rápido. Conduje la furgoneta hasta mi casa y dejamos las frutas y hortalizas a buen recaudo, alejadas del horrible calor que hacía ese día.

—¿No te vas a quitar la perilla? Pareces un chivo —me burlé de él.

—Yo creo que me da un toque interesante. Me hace parecer más maduro.

Malditos veraneantes [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora