Capítulo 22

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Víctor

¿A qué jugaba Aitana? ¿Por qué había insistido en venir hasta la residencia? ¿Por qué había preguntado por Ángela? No entendía nada, y menos aún que quisiera estar presente en uno de los días malos de mi padre. Podían ser totalmente frustrantes y descorazonadores.

—Si tu quieres que me vaya, me voy. Si no, me quedo.

La frase se me quedó clavada y me bloqueé. No sabía qué decirle. Por un lado, quería gritarle que se fuese, que se marchase ya y dejásemos de jugar a lo que fuera que estuviésemos jugando. Por otro, quería pedirle que entrase conmigo, que entendiera lo que era mi vida, y me aceptase tal como era.

Odié que Ángela volviese a mis pensamientos. El día que ella vio a mi padre. Lo que me dijo después.

Tú eres un gran chico, Víctor. Pero somos muy jóvenes y no quiero atarme a nadie que pueda acabar así.

Después de eso, me dolió el pecho durante varias semanas. Incluso temí tener un infarto como mi madre. En Internet vi que era posible sufrir algo así tras una ruptura. Se llamaba el síndrome del corazón roto o cardiomiopatía de Takotsubo, y se daba ante eventos emocionales fuertes, sobre todo ante roturas emocionales. Pero no morí. Y seguí con una cicatriz que se abría solo de pensar en dejar que Aitana me acompañase. Que ella me fuese a decir las mismas palabras.

«Mejor ahora que más tarde», decidí. Si Aitana se iba a alejar de mí, mejor que fuese ahora.

—Vale, entra.

—Está en su habitación, Mari Carmen está con él —dijo Carlos, que había esperado paciente mi decisión. Agradecía tanto a todos los profesionales que trabajaban allí.

—Mari Carmen, además de enfermera, es amiga de mi padre desde la infancia —le expliqué a Aitana—, la suele recordar y le ayuda a calmarse.

Dejamos atrás el ambiente festivo de la sala común y llegamos hasta la habitación 17. Le expliqué cómo tenía que comportarse y que no mencionase mi parentesco con él. Antes de entrar, la miré dándole una última oportunidad de echarse para atrás. Ella asintió con seguridad. Abrí la puerta.

Mi padre iba de un lado hacia otro de la habitación mientras apretaba una fotografía contra su pecho. Yo sabía cuál era. Una de mi madre y su grupo de baile.

—¡No me engañas, Mari Carmen! —gritó él. La enfermera estaba sentada en la cama—. Mónica lleva tiempo sin venir, y hoy tenía que venir. ¡Son las paelladas!

—Tranquilo, Rafa, seguro que es un retraso sin importancia.

Repararon en nuestra presencia. Mi padre cambió el rostro.

—Ay, disculpadme, jóvenes, ando un poco nervioso hoy. No me dejan salir a la explanada, no me dejan llamar a mi mujer y estoy de los nervios.

—Por eso venimos, nos han encargado traerle un plato de paella.

—Bah, ya he probado la de aquí, un asco.

—Es un plato de la paella ganadora —dijo Aitana.

Los ojos de mi padre cambiaron y se llenaron de ilusión infantil.

—¿Seguro?

—Sí, está buenísima. A mí personalmente me parece la mejor paella del mundo —dijo ella.

—¡Ja, ja! ¡Qué maja esta chica! ¿Cómo te llamas? ¿Nos conocemos? Últimamente mi memoria va un poco mal.

«Un poco mal, el eufemismo del siglo», pensé con ironía.

Malditos veraneantes [COMPLETA]Where stories live. Discover now