Capítulo 20

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Víctor

¿Puede la tensión entre dos personas medirse? ¿La siente solo uno o es algo de los dos? Desde que la vi oliendo mi camiseta (qué chica más rara), no podía dejar de observarla, y la mayoría de las veces la pillaba mirándome de vuelta. Le conté mil y una historias sobre las hortalizas que no le importarían nada, pero así me daba la excusa para poder seguir mirándola.

Creí que al salir de mi casa el ambiente se calmaría, pero en la furgoneta no mejoró. Veía sus piernas, que salían de esos pantalones cortos rosa claro. Sus manos descansaban en sus muslos y se acariciaba la escayola.

—¿Te duele?

—Un poco.

—No te esfuerces más entonces.

Me sentí culpable. Quizás no debería haberle pedido que me ayudase. Aunque en realidad Aitana no había hecho demasiado, pero no quería contribuir a su dolor. Sonreí nervioso y puse música. Eso nos calmaría. Tiré por lo que ya sabía que le gustaría y volví a poner Sum 41. Canté con mi pésima pronunciación y ella se rio. Y eso era música para mis oídos.

Llegamos a la explanada y bajamos de la furgoneta. Había un gran jaleo. Cada grupo intentaba montar algún tipo de techo o carpa para parapetarse del sol. La gente iba de un lado a otro cargando todo tipo de cosas, mesas, sillas, bombonas de gas, instrumentos de cocina, ingredientes, altavoces, tumbonas... Las parcelas estaban marcadas de blanco. Revisé el chat con Iván. La nuestra era la 37. Ya estaba la carpa montada y apiladas en el suelo dos mesas y varias sillas plegables. Los muy cabrones lo tenían todo planeado. Encerrona de primera categoría. Volví a sentirme enfadado.

Monté las mesas y sillas y le dije a Aitana que podía sentarse mientras preparaba todo. Ella prefirió darse una vuelta por las demás parcelas. Mejor, me vendría bien un momento para mí. Al haber estado con ella, no había podido pensar en mi última paellada. En la mezcla de sensaciones que me generaba. Había sido un día increíble, que hubiese quedado intacto en la memoria si no fuera porque mi madre no volvió. Su corazón decidió fallar.

—¡Vergas! —exclamó Paco a mi espalda, no me hacía falta girarme para saber que era él—. Mira lo que hemos conseguido, pan de la Graciela.

—¿A estas horas todavía quedaba?

—Digamos que hemos hecho un trueque a la antigua usanza.

—El mercado ha sido una locura, hemos vendido casi todo —se unió Iván, que se había puesto una camisa naranja de tono parecido a su pelo.

—¿Sabes que con esa camiseta pareces una zanahoria? Solo te falta ponerte unos pantalones verdes —le vacilé.

—Los chistes de pelirrojos están muy pasados de moda —se defendió—. Y tú qué vas a decir, si pareces recién salido del gimnasio. ¡Arréglate un poco!

Me encogí de hombros. Iba cómodo con mis pantalones cortos de chándal y no me arrepentía de nada.

—En esta estoy con el doctor Iván, a las pijas de ciudad les gustan más arreglados —se unió Paco.

—¿Quieres que empecemos con la perilla? —le amenacé.

—Deja, deja.

Entonces las vi. Aitana y Ángela. Juntas. Hablando. Aitana le enseñaba la escayola. Odiaba que se conocieran. Era una advertencia de todo lo que podía salir mal si le daba una oportunidad a una veraneante. «Cómo he podido ser tan tonto, tengo que alejarme», decidí al recordar el dolor de la ruptura.

Se giraron hacia nuestro puesto y Aitana lo señaló. Ángela asintió y vinieron hacia nosotros.

—Iván, Paco, dijisteis que haríais todo lo que yo quisiera si aceptaba la paellada, ¿verdad? —Me miraron con sospecha—. No se cómo os las vais a apañar, pero no dejéis que Ángela llegue hasta mí. No quiero verla. No quiero hablar con ella. No quiero ni que me mire.

Malditos veraneantes [COMPLETA]Where stories live. Discover now