Capítulo 16

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Víctor

Iván y yo apenas dábamos abasto. Paco se pasó a saludarnos y lo tuvimos que despachar rápido. Ese fin de semana era la paellada y todo el mundo quería comprar las mejores cebollas, los mejores pimientos y, en general, cualquier cosa que llevase la palabra «mejor» delante. Todo con el objetivo de hacerse con alguno de los premios.

—¡Dame esa, sí! —gritó Feliciano señalando una patata bulbosa—. Voy a sorprender al jurado, ya vas a ver.

—Seguro que sí —le dije con amabilidad—. ¿Cómo van esos geranios?

—Si los veraneantes dejasen de pasar por encima... ¡no se dan cuenta de que es mi jardín!

—Ya le dije que cuando quiera le ayudo a poner una valla.

—Tal vez te tenga que tomar la palabra.

No pudimos charlar mucho más, la cola se hacía cada vez más grande. Le cobré y le deseé suerte en el concurso del sábado.

—Iván, voy a tener que hacer un viaje rápido a casa con la furgoneta para coger más cebollas.

—No me dejes, que esto está hasta arriba.

—Y si queremos que así sea, tenemos que tener cebollas. Si no se las acabarán comprando a la señora Pardo, y eso sí que no. Que utiliza todo tipo de químicos y luego va de natural.

—Vale, vale, no me des la tabarra. Pero no tardes.

—Te ayudo con dos clientes más y me voy.

Pero no pude hacerlo. Un gritó cruzó la plaza seguido de un golpe, y otro grito. El mercado quedó en silencio y seguí la mirada de la gente. En la cuesta que bajaba hacia la plaza había barullo. Vi al primo de Aitana subido en una bicicleta. Bajó enseguida haciendo aspavientos.

—Aitana —susurré y salí corriendo.

—¡No me dejes con la gente! —gritó Iván.

Aparté a todo el que tuve delante y me abrí paso entre la multitud. Llegué hasta la cuesta y mis temores se vieron confirmados. El grito había sido de Aitana. Se había estampado contra un coche que estaba aparcado.

—¡Aitana! —me tiré a su lado en el suelo, junto a su primo—. ¿Qué ha pasado?

—La rueda... la rueda... —dijo ella.

Tenía sangre en la frente, quizá le tendrían que dar puntos.

—¿Dónde te duele? —preguntó Nathan.

Como si eso le hubiese hecho reparar en el dolor, Aitana empezó a llorar.

—Ha sido mi culpa, si hubiese hinchado las ruedas...

—No pienses en eso ahora —la tranquilicé y le repetí la pregunta—. ¿Dónde te duele?

—Está conmocionada, déjenle espacio. Soy médica —dijo una voz femenina a mi espalda, una que reconocí. Era Ángela.

La miré con confusión, ¿qué hacía allí? Y segundo, ¿por qué se autodenominaba médica? Todavía tendría que estar cursando la carrera. Ella era tres años mayor que yo, pero aun así tendría que estar en quinto o sexto.

—Víctor, dile a tu amigo que se aparte. Tú también. Dejadme examinarla.

Sentí el impulso de no hacerlo, de decirle que ella no tenía derecho a mandarnos nada, ni mucho menos a tocar a Aitana. Mi ex se metió en el medio y habló con dulzura:

—Hola, soy Ángela, soy médica. ¿Sabes que te ha pasado?

—La bici... ha sido mi culpa.

—Bien, dime, ¿qué te duele?

Malditos veraneantes [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora