XX: Final de la cita

8 2 0
                                    

En el transcurso de la cita, más allá de comer pizza (estaba riquísima) y mirarla como un imbécil, supe que tiene un año más que yo, que su amor por el arte es infinito y que escucha Taylor Swift hasta más no poder. Me parece una combinación algo interesante.

     —Quizá en algún momento te invite a una exposición de arte —dijo, luego de ingerir su Pepsi—. Sería increíble que fueras.

     Y vi cómo inconscientemente ella me invitaba a la segunda cita.

     —O sea, tendremos una segunda cita. Eso, en mi corto repertorio de experiencias amorosas, significa que la persona te interesó.

     La chica se sonroja, voltea su cara y se ríe. Se veía preciosa.

     — ¿Pensaste ya en el acertijo? —dijo. Cambió el tema. Fascinante.

     Acá sentí un sustico. Recordé el dilema. Vergüenza o toco el cielo. Debía arriesgarme.

¡Hagámoslo, coño!

     —Sí —dije. Ella me miró con sorpresa—. Ya sé cómo es tu nombre.

     No tengo idea por qué mi personalidad pasó de ser tímida a volverme completamente seguro de mí y hasta parecer fanfarrón. Pero sigamos.

     — ¿Cómo es mi misterioso nombre?

     —Tu nombre es Francisco. Y no querías decírmelo porque te avergüenza que sea un nombre masculino.

     Ella me miró con asombro. Quedó en shock como por quince segundos (no los conté, es intuición). Yo estaba expectante a su reacción, pero todo apuntaba que había acertado.

     — ¿Y bien? —digo. No expresaba nada. Me estaba volviendo loco.

     La chica comenzó a reírse. Pero no una risa "ja, ja". Era una risa "JAJAJAJAJA". Sí, palmé. Fallé. Caí. Morí. Ella reía y no paraba de reír. Pero no era una risa burlona, sino más bien una risa extraña. Como sintiendo ternura por mí (creo).

     — ¡A la verga! —digo, mientras me río también. No me quedaba de otra y, además, su risa era contagiosa—. ¡He fallado!

     Paró de reír cinco minutos después. Los que estaban en la pizzería la miraban y se reían también sin saber el porqué, pero su risa era ampliamente contagiosa. Al terminar, se disculpó conmigo.

     —Eres increíble —soltó. Se secó las lágrimas. Yo estaba mirándola—. Mi nombre no es Francisco, Matteo. Mi nombre es femenino, pero es muy atípico en una persona.

     Ahí me quedé pensando un rato más.

Terminamos de comer y salimos a caminar. Ya era algo tarde, rondaban casi las once de la noche. Las horas habían pasado volando y todo terminó como una noche divertida y muy fructífera para ambos. 

La acompañé hasta un punto donde nos quedaba cerca a ella y a mí. Había que ser justos.

     — ¡Me encantó salir contigo! —dijo. Su cara inspiraba mucha ternura—. Gracias por todo. Creo que estás muy cerca de adivinar mi nombre. Espero vernos pronto.

     La miraba sonriente y muy abobado. También me despedí de ella. 

Pero ¿debía besarla? Otro dilema. Estaba a escasos centímetros de ella. ¿Lo debía hacer?

¡Hazlo! 

¡No lo hagas!

Ella me miró fijamente a los ojos y sonrió. 

Se acercó a mí y me besó.

La Estación | Una historia de desahogoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora