1. No te enfades tanto

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1.     No te enfades tanto

Creía que iba a ser mucho más fácil hacerse a una ciudad grande como esa, sin embargo, apenas había puesto un pie fuera del aeropuerto sintió que se le escapaba el alma corriendo delante de un millón de palomas que la perseguían porque llevaba un maldito trozo de pizza que compró en un take away. Pizza asquerosa, por cierto. Ya no volvería ahí nunca más. Bueno, seguro que no, porque ni se acordaba de donde era. Creía que sería fácil habituarse porque tenía mucha ilusión y muchas ganas de estar allí y de empezar su nueva vida. Claro, siempre se tienen muchas ganas para las nuevas vidas, sólo que a veces las nuevas vidas son más complicadas que las anteriores. Y, aunque creía que sería fácil habituarse y no lo había sido tanto, no perdía la fe en que todo iba a salir bien cada mañana.

Lo bueno de haber cambiado de trabajo y que le hubieran destinado allí era que tenía un bonito piso en una zona de alto nivel adquisitivo a costa de la propia empresa. El barrio más caro del país, según se decía. Vale no. No era verdad, pero sólo tenía que caminar dos manzanas para empezar a pasear por ese barrio, lo cual dejaba al suyo en buen lugar, ¿no? A pesar de eso, todavía no había investigado lo suficiente por allí como para poder corroborar que eran sólo dos manzanas y no cuatro. De todos modos, había una razón especial que le ponía nerviosa por la que no paseaba por allí. Y eso que quería hacerlo; con todas sus ganas quería, pero cuando eres así como medio indecisa, pues de nada te vale el querer.

Ya llevaba allí cuatro meses y tenía tres amigos, muchos compañeros de trabajo y una enemiga. La enemiga era la casera. A pesar de pagarla su empresa, siempre andaba por allí para «ver qué tal», y de verdad que la enfadaba profundamente. Era una mujer de unos cuarenta y tres años que se parecía a Dianne Wiest en Eduardo Manostijeras. La que dice lo de «Avon llama a tu puerta». Además solía llevar esa misma cara de sonrisa permanente como si le hubieran grapado la boca con los carrillos y no pudiera ponerse seria jamás. Y eso era lo que más le podía sacar de quicio de todo, que sonriera así cuando en realidad sólo quería husmear si había dejado platos sobre la encimera de la cocina. Ya tenía un truco infalible para atenderla en el rellano del portal y no permitir que asomara la cabeza por la puerta. Lo llamaba el juego del espejo. Si Ingrid, la casera, se movía hacia la izquierda para mirar por el quicio, ella se movía a su derecha poniéndose delante. Si alzaba la cabeza, ella también. Si se agachaba disimuladamente, encontraba la manera de agacharse del mismo modo. Pero bueno, a pesar de lo insoportable que era en esas ocasiones, bien era cierto que las dos primeras veces que se atascó el baño, estuvo muy atenta. Quizá por eso estaba demasiado atenta desde entonces. ¿Quién es capaz de atascar el baño dos veces la misma semana? Ella era capaz.

Sus tres amigos venían a resumirse en: Vio, su compañera de proyecto en la oficina, con la que pasaba más horas que con nadie; Trizia, su estilista a la que contaba todo sólo porque tenía la confianza de haberle visto las ingles sin depilar; y Rico, el gay que vivía en frente, de nombre Federico, natural de La Pampa, pero como detestaba ese nombre tan de fraile que sus padres le habían puesto, prefería que allí todos le llamasen por las últimas cuatro letras.

            —Nena, ¿tú sabes lo bien que sienta que cuando te llamen te estén diciendo lo bueno que estás y todo el dinero que tienes? —le dijo otra de las veces que le preguntaba  por qué era tan hortera para elegir un apodo—. Tú deberías buscarte uno, porque Vega es, probablemente, el nombre más aburrido del universo.

            —Tú eres tonto profundo —le contestaba ella poniendo los ojos en blanco y pasando de sus teorías—. Además, no veo posibilidad de atender si todos me dijesen “Ve”.

            —¿Y si te dijesen “Ven”? —preguntó el otro alzando una ceja con tonito sugerente y media sonrisa cautivadora. Vega lo miró con cara de aburrida y el chico soltó un bufido—. ¡Ay, hija! Pero mira que sos aburrida de la vida cuando se trata de hacer limpieza.

Eso hacían: limpieza. La mesa de su despacho estaba llena, hasta arriba, de papeles y de carpetones tremendos con las memorias de unos cuantos proyectos que parecían nunca terminar. Se había prometido ella misma que lo pondría todo en orden antes del lunes. Estaban a jueves, había tiempo. Sonrió a su compañero de tarea, siendo la agradable mujer que era el día que se conocieron cuando ella le arañó la puerta al meter en su casa una estantería de IKEA que tenía la caja rota por un pico. Aquel día el malhumorado fue él, pero terminó metiéndose en casa de Vega como si fuera la suya, diciéndole dónde y cómo tenía que colocar los muebles y alabando que sus vistas eran mucho mejores que las de él. Y que su piso era más luminoso.

            —En este despacho entra tanta luz que podríamos ponernos a tomar el sol en verano sin abrir los cristales —dijo en ese momento mirándola—. Si me invitas, claro.

            —¿Sabes a qué te voy a invitar? —le preguntó ella colocando dos archivadores en una estantería—. A un viaje a las Bahamas, cuando sea millonaria. Te lo prometo.

            —¡Ay, sí, sí! ¿Los bahamianos serán guapos?

            —No sé si existen, pero seguro que lo son.

            —¡Ay, nena! ¿Sabes quién es guapo, guapo? —le preguntó con una mano en el pecho a lo teatrero. Vega alzó la vista de una carpeta hasta su amigo de barba hipster y pantalones vaqueros arremangados y puso una mueca que preguntaba de quién se trataría—. ¡El tipo éste de esta revista! Me da pena tirarla…

La tarea que le había puesto a Rico era tirar todo lo que no tuviera que ver con proyectos de urbanización o licencias de locales comerciales en el centro. Todo, no quería ver nada de basura por ahí, pero, ¿revista? Vega frunció el ceño tratando de recordar y vio que su amigo se ponía a ojear un ejemplar de la Rolling Stone. Sus ojos se abrieron de par en par y salió casi a la carrera a quitarle la revista de las manos. Aquella revista no se podía tirar.

            —¡No! No la tires —le dijo agarrándola con las dos manos. El otro tiró hacia él, ella también forcejeó—. No, en serio, es mi primera Rolling Stone. De 1998 y sale Den Murphy, que lo adoro con mi alma y mi vida y mi…

            —¿Quién? ¿Éste? —decía el otro señalando al figura de la portada—. Yo también lo amo con mi vida ahora —agregó sin quitarle los ojos de encima al chico que sonreía en la fotografía—. Un momento, ¿1998? Pero cuántos años tienes vieja pécora…

            —Veintiocho y ya le amaba con doce —le dijo la otra tirando de su revista y haciéndose al fin con ella.

            —¿Y él cuantos tiene?

            —¿Ahora? Pues… cuarenta y dos. Creo.

            —Sólo veinte más que yo. ¡Es el hombre de mis sueños! —gritó emocionado el otro que siempre hablaba de que los hombres cuanto más maduros, más le gustaban.

            —Olvídalo, es mío. Fue mío y lo será siempre. Además ni siquiera sabes qué canta, capullo.

            —Sí que lo sé, la canción del anuncio de la coca-cola.

Vega miró a su amigo con media sonrisa de resignación. Sí, ya, ¿quién no había hecho una canción para coca-cola?

No te emociones tantoWhere stories live. Discover now