𝑪𝑨𝑷𝑰𝑻𝑼𝑳𝑶 𝑻𝑹𝑬𝑰𝑵𝑻𝑨 𝒀 𝑫𝑶𝑺

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Los siguientes días pasaron monótonos

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Los siguientes días pasaron monótonos. Sin lugar a duda, cada vez que oía su nombre o el de Bob Rogers saltaba levemente de su asiento, esperando que la acusaran de algo. Jamás sucedió. Ella se había salido con la suya.

Y no era la única que parecía aliviada, Elizabeth trataba de no demostrar su felicidad y alivio, pero era más que evidente lo jovial y entusiasta que se la observaba esos días.

Ya no había peligro ni amenaza y había bastado con un simple abrecartas y una chica lo suficientemente harta para utilizarlo como arma.

Los diarios locales esos días seguían la investigación del asesinato del hombre, pero a todo lo que pudieron llegar es que habían tratado de robarle. Injustamente, estaban tapando los trapos sucios de Rogers. Todos lo conocían demasiado bien para saber que tantas puñaladas solo podían significar una cosa: alguien le había dado su merecido.

Se había cobrado la venganza.

Pero cuando Mary pensó que ese único ataque de locura había quedado en el olvido, más problemas prosiguieron.

Una noche, tras una pequeña y elegante fiesta entre altos cargos y sus familiares, el infierno le esperaba a Mary Jones. Sus labios, inevitablemente, habían pronunciado pequeñas palabras que llevaron a una amarga discusión. Había creído que su padre no se había enterado, mucho menos Thomas Wells, pero su primo había estado allí a pocos metros con su oreja pegada a su conversación en cuanto notó el calor del asunto.

Mary detestaba a su primo.

El General Jones la arrastró del brazo ni bien llegados a la casa, la hizo subir las escaleras y la tiró dentro de su habitación. Mary apretó sus manos, sus uñas se marcaron en su palma tan profundamente hasta sentir la sangre escurrirse y el escozor aliviar el nudo en su garganta. No le daría lágrimas, claro que no.

Ahora Mary sabía que ella podía ser más valiente y que, si ella quisiera, esto se podría terminar en cualquier momento.

Pensando en ello con todas sus fuerzas, apretó su mandíbula y se desconectó de la realidad mientras su padre se sacaba el cinturón y la obligaba a bajar los tirantes de su vestido.

Cada uno de los golpes, cada gota de sangre, representó un subidón de enojo y energía que nunca había experimentado. Y, aunque algunos de sus gritos se hayan escuchado hasta en el comedor, donde Dorothea y John miraban el cajón empotrado en el mueble, con imágenes a blanco y negro, regocijándose por dentro; Mary Jones logró, por primera vez en su vida, no soltar ni una sola lágrima. Se dejó golpear hasta el cansancio, hasta satisfacer el hambre bestial del General.

Dos días más tarde, tuvo su oportunidad. La mujer empoderada que había despertado con la muerte de Rogers volvió a presentarse mucho más fácil que la anterior vez, alimentada por la rabia acumulada.

Justo cuando iba volviendo del trabajo mucho más temprano por el nuevo horario, se cruzó con John. Él no la vio, el muchacho reía animadamente con otro grupo de hombres hasta finalmente despedirse y seguir su camino. Mary lo siguió.

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